HOMILÍA DOMINGO XXXIII TO CICLO C
De vez en cuando aparecen películas
que hablan de un desastre que causa el fin del mundo. A veces es la luna que
cae a la tierra, o un terremoto horrible. Cuando oímos hablar de catástrofes
nos damos cuenta de que el mundo en que vivimos es imperfecto. Sin embargo, el mundo
actúa siempre según sus leyes, las leyes de la física o de la geología.
Solamente que estas leyes nosotros no las podemos controlar. En cambio, nosotros
no siempre actuamos según las leyes que están escritas en nuestros corazones.
Son las leyes del bien, de la justicia, de la solidaridad, del respeto, etc. El
problema no es que estalle un volcán, o que haya una inundación, sino que yo
estalle en ira contra mi hermano o que yo abuse de mi prójimo.
Las lecturas de hoy nos recuerdan
que este mundo tendrá un final. Puede llamarnos la atención que el evangelio
nos hable de desastres o de catástrofes, y que nos hable del final de los
tiempos, situaciones que Jesús resume en guerras,
revoluciones, terremotos, epidemias y hambre, espantos y grandes signos en el
cielo.
Hoy también pasan muchas cosas que
no son tan buenas: vemos que los mercados
se tambalean, que el desempleo se dispara, que muchas personas viven nuevas
esclavitudes, que faltan recursos naturales y económicos. Ante todo eso Jesus
nos dice: no tengan miedo. Eso son cosas propias de nuestro mundo en el que
todo es pasajero y frágil. Cuando algo malo pasa por culpa de la
naturaleza, nos tenemos que dar cuenta de que somos limitados y por eso nos
podemos enfermar o morir. Hemos de aceptar que somos limitados y que solo Dios
es esencial en nuestras vidas.
Y la buena noticia es que esto no
es malo. La buena noticia es que para nosotros el final no es lo último, sino
el principio de una vida plena, de una vida en la que todos seremos felices
para siempre. Por eso, tanto la primera lectura como el evangelio nos dicen que,
aunque podamos encontrar sufrimientos o haya cosas que nos den preocupación,
sin embargo, hay una promesa de Dios para hacernos felices para siempre. Que,
aunque nos veamos imperfectos y tengamos el riesgo de vivir con problemas,
siempre es más fuerte lo bueno que lo malo.
Como decía el Vaticano II: Los
bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad, es decir, todos
los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de
haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato,
los volveremos a encontrar limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados,
cuando Cristo devuelva al Padre el reino eterno y universal[1].
Cuando estamos viendo una película
y hay escenas de tensión que nos ponen muy nerviosos, algunos hacemos trampa y adelantamos
hasta las escenas finales y vemos que el personaje que nos preocupaba no muere,
o que acaba salvando a quien estaba en problemas. Entonces volvemos para atrás
y seguimos viendo la película, pero ya mucho más tranquilos, porque lo que nos
asusta acaba bien al final. Hoy Jesús nos invita a vivir con esperanza y
fortaleza, porque Él mismo es la razón de ese final feliz. No es solo que
veremos la luz de Dios, sino que veremos a Cristo, la Luz del mundo, cara a
cara, experimentando la plenitud de su paz. Él es la promesa y el cumplimiento,
el principio y el fin de nuestra historia.
Esto no significa que basta con
saber el final y todo se arregla solito. En la vida seguiremos viendo a nuestro lado hambres y guerras, gente que
vive sola, niños sin familias, jóvenes atrapados por las drogas,
manipulaciones, chismes y vulgaridad, hombres hoy no conocen ni experimentan a
Dios, o un consumo/individualismo/comodidad como ejes de nuestra sociedad. Ante
todo esto ¿cómo doy testimonio? ¿Yo qué hago? Tenemos que poner de nosotros
mismos para que las cosas vayan un poco mejor.
Por eso San Pablo nos dice que
tenemos que ser responsables y que hay que trabajar en el tiempo presente. Trabajar no solo para ganar dinero o
para conseguir comida. También trabajar para que el matrimonio funcione, o para
que los hijos asimilen los valores y las virtudes. La certeza de que todo va a
salir bien no nos ahorra el que trabajemos para hacer todo bien y para hacer en
todo el bien. Todo esto se resume en la palabra de Jesús, que nos deja dos
frases centrales: No tengan miedo y den testimonio. Hoy se nos invita a llenar nuestro corazón de
esperanza, y de compromiso. La esperanza sin el compromiso es irresponsabilidad
y el compromiso sin la esperanza es frustración.
Como discípulos de Cristo no
podemos ser esclavos de los temores, sino que tenemos que vivir con la certeza
de que la ternura providencial del Señor nos acompaña siempre. Aunque no
siempre tengamos el control de las cosas, Jesús nos dice que perseveremos junto
a Él. Él no es solo un consejero en la tormenta, sino el Salvador que ha
vencido a la muerte y, por lo tanto, puede llenar nuestros vacíos. Cristo lleva
el timón de nuestra vida y es nuestra ancla de esperanza, si le damos permiso y
va a estar ahí ayudándonos en todo momento.
Por ello, pidámosle a Jesús,
nuestro Señor y Redentor, que tome el timón de nuestra vida. Que su presencia
nos infunda la fortaleza para superar nuestros miedos, y que su Espíritu nos
mueva a seguir haciendo todo el bien que podamos en el tiempo que Él, nuestra
esperanza cierta, nos dé.

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