sábado, 7 de junio de 2025

VEN ESPIRITU SANTO

 


HOMILÍA PENTECOSTÉS CICLO C 

Hoy celebramos la solemnidad de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo se hizo presente para guiar a la Iglesia a través de todos los siglos. Hoy, a cincuenta días de la Pascua —por eso Pentecostés, o día número cincuenta—, los judíos recordaban que Moisés les había dado la ley. Para ellos, la ley era el modo en que debían comportarse en casa y fuera de ella; lo que marcaba sus fiestas, sus comidas, todo su modo de ser.

Hoy recibimos al Espíritu Santo para vivir como cristianos todos los días, para eso son sus dones, que nos acompañan en todas las dimensiones de nuestra vida. Nos unen más profundamente con Dios a través de la sabiduría y el santo temor; iluminan nuestro interior con el entendimiento, la ciencia y la fortaleza; y nos abren con caridad a los demás mediante el consejo y la piedad. Estos dones nos ayudan a vivir con fe, actuar con justicia y mantener la esperanza viva cada día en el trabajo, en el estudio, en la familia, en nuestras fiestas y tristezas.

El Evangelio nos ofrece tres modos en los que la presencia del Espíritu Santo nos guía: el primero es dándonos la paz; el segundo, dándonos la presencia de Jesús resucitado; y el tercero, haciendo que vivamos en el camino del perdón y de la misericordia.

Jesús, al llegar al Cenáculo, les da la paz a los discípulos. Donde está el Espíritu Santo, hay paz. La paz no es la ausencia de problemas —que son lo normal en la vida—; la paz verdadera es la que, en medio de todas las cosas, nos hace capaces de mantenernos en armonía, confiados, con certeza. Como cuando vemos a un niño dormido en brazos de su madre, en medio del ruido, del mal tiempo o de algo desagradable, pero tranquilo porque está cargado por su madre. Así es la paz del Espíritu Santo: la paz de saber que nuestra conciencia está bien con Dios y con nuestros prójimos; la paz de saber que los males no son más fuertes que los bienes; la paz de saber que el futuro sigue abierto para el bien.

Por eso Jesús les da su paz a los apóstoles, que piensan que lo malo ha vencido y que ya no hay un futuro. Hoy, con las prisas, nos sentimos reclamados por todas partes, casi por estallar, a punto de reaccionar mal a todo. Y se busca la solución rápida, una emoción detrás de otra, para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos es el Espíritu, que pone orden en el frenesí, da paz en la inquietud, confianza en el desánimo, alegría en la tristeza, valor en la prueba. Él, en medio de las tormentas, fija el ancla de la esperanza. Cuando, en este año, tengamos situaciones fáciles o difíciles, a nuestro lado estará el Espíritu Santo para llenar las fáciles de gratitud, y las difíciles de confianza y fortaleza.

En segundo lugar, el Espíritu Santo nos acompaña para darnos la presencia de Jesús resucitado en nuestra vida. Siempre que se hace presente Jesús, está de por medio el Espíritu Santo. Lo vemos cuando se hizo hombre en el seno de María, en Nazaret, o en la vida pública, en el Jordán. Lo vemos en los sacramentos, en los que el Espíritu Santo hace que Jesús esté presente. En nuestra vida diaria necesitamos a Jesús: su amistad, su perdón, su cercanía. Cada uno sabe cómo necesita a Jesús: para escuchar su Palabra, que nos invita a amar; para curarnos, como lo hacía con los enfermos; para experimentar su luz en un problema; para encontrar a Jesús como el amigo, el hermano, el Hijo de Dios, que está a nuestro lado de modo especial en su Evangelio y en la Eucaristía.

En tercer lugar, el Espíritu es el primer don del Resucitado, y se da para perdonar los pecados. Jesús, al dar el Espíritu Santo a los apóstoles, los envía a ser mensajeros de su perdón, a guiar a todos por el camino que lleva a la reconciliación. El Espíritu Santo camina a nuestro lado con el perdón y la misericordia. A veces no es fácil perdonar, ni tampoco acompañar a quien todavía no puede salir del camino del mal. Por eso necesitamos al Espíritu Santo: para ser misericordiosos con quien va por el bien, y con quien va por el mal. El Espíritu Santo, al llevarnos por el perdón, hace que nos sintamos hijos amados, nos transmite la ternura de Dios y nos impide caer en el miedo.

El perdón nos mantiene unidos, como el cemento une los ladrillos de una casa. El perdón libera el corazón y le permite recomenzar; el perdón da esperanza, pues evita el rechazo sin dar nuevas oportunidades. El Espíritu nos lleva por un carril de doble sentido: el del perdón ofrecido y el del perdón recibido. El Espíritu Santo nos da la certeza de que nos va a acompañar en el camino, llenando nuestros corazones de paz, de amistad con Jesús y de misericordia entre todos.

Cuando acogemos al Espíritu Santo en nuestra vida, su presencia comienza a dar frutos que transforman nuestra relación con Dios, porque nos hacen vivir en la alegría y la paz de su presencia; con nosotros mismos, porque nos dan equilibrio interior y fortaleza; con los demás, porque nos impulsan a amar, servir, perdonar y comprender; y también con la creación, porque nos mueven a cuidarla con gratitud y responsabilidad. Que el Espíritu Santo, nos haga artesanos de concordia, sembradores de bien, apóstoles de esperanza.

domingo, 1 de junio de 2025

CUANDO AMIGO SE VA... NO SE VA

 


HOMILÍA DOMINGO ASCENSIÓN CICLO C

El domingo de la ascensión del señor, nos recuerda el triunfo de Cristo diciendo que Jesús “sube al cielo”. A veces es difícil poder expresar lo que significa la realidad de Dios, por eso usamos imágenes que nos hagan entender lo que estamos queriendo decir. Este es el modo en que los apóstoles expresan con palabras humanas lo que pasó con Jesús. Jesús no sube al cielo como un avión o un cohete suben al cielo. Cuando cada domingo en el credo confesamos que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre: Jesús “sube al cielo” significa que está en otra dimensión más importante que la nosotros tenemos en nuestra tierra. Y “estar sentado a la derecha del padre” quiere decir que Jesús, ser humano como nosotros, tiene todo el poder y toda la gloria de Dios.

Esta imagen no es solo simbólica, sino profundamente real. Jesús, verdadero hombre, ha sido glorificado. Y lo más hermoso es que esta glorificación no es solo para Él, sino también para nosotros. Como lo hemos oído en la segunda lectura de la carta a los hebreos cuando dice que, en virtud de la sangre de Jesucristo, tenemos la seguridad de poder entrar en el santuario, porque él nos abrió un camino nuevo y viviente a través del velo, que es su propio cuerpo. Asimismo, en Cristo tenemos un sacerdote incomparable al frente de la casa de Dios.

Primero nos dice que tenemos la seguridad de poder entrar en el santuario. En época de exámenes, los estudiantes tienen miedo de no poder pasar de curso. Imaginemos que tuviéramos un profesor con el que tenemos la certeza de que vamos a sacar sobresaliente. Ir a sus clases nos daría mucha tranquilidad. La ascensión de Jesús nos da la seguridad de que, a pesar de nuestras faltas, de nuestros pecados y errores, si confiamos en Jesus podremos alcanzar la plenitud, podremos ser para siempre la mejor versión de nosotros mismos.

Lo segundo que nos dice es que nos abrió un camino nuevo en su cuerpo. Hoy estamos acostumbrados a que de vez en cuando se produzca una actualización de nuestros aparatos electrónicos. Hay actualizaciones menores, pero de vez en cuando viene una actualización que cambia el modo de funcionar de nuestro aparato. Quizá esto nos podría servir de parábola moderna. En la vida vamos mejorando poco a poco ciertas cosas. Pero llegará un día en que seamos la versión definitiva y mejor de nosotros mismos; esto será tan maravilloso, que no tendremos necesidad de cambiar de aparato, sino que esa misma mejor versión definitiva, se encargará de transformar nuestro aparato en el mejor aparato posible.

Jesús nos ha abierto un camino, o sea un modo de ser nuevo, siendo como uno de nosotros: un ser humano que nace, que siente, que ama, que sufre, que muere y que al mismo tiempo, como es Dios, resucita y llena de gloria su naturaleza humana, la física y la espiritual. Por eso aunque seamos frágiles, limitados, Jesus nos da la seguridad de que un día seremos plenos, llenos de frutos buenos.

Y en tercer lugar, Jesus es quien nos concede poder ser así. El intercede por nosotros para que logremos ser lo que Dios quiere que seamos, lo que nos hace felices de modo completo y lo que nos permite hacer felices a los demás. Jesús no se aleja de nosotros al ascender. Al contrario, su presencia se vuelve más cercana, más universal. Ya no está limitado por el tiempo ni el espacio para estar cerca de nosotros, para darnos esperanza, para sostener nuestra fe, para hacer ardiente nuestro amor a Dios y al prójimo. Está con nosotros en cada Eucaristía, en su Palabra, en la comunidad, en los sacramentos. Nos acompaña en nuestras luchas, nos sostiene en nuestras caídas, nos anima en nuestras esperanzas. Él intercede por nosotros para que podamos ser lo que estamos llamados a ser. Nos ayuda a vivir con plenitud, a ser felices de verdad, a hacer felices a los demás. Su Ascensión no es una despedida, sino una promesa de presencia constante.

Si todo lo anterior es lo que hace Jesús con y por nosotros, ¿qué es lo que nosotros tenemos que hacer? También Jesús nos lo dice. Tenemos que ser sus testigos. Ser testigo significa que he visto algo y que digo lo que he visto con la verdad. A veces nos llaman la atención testigos muy relevantes, como son los santos, como la Madre Teresa o San Francisco de Asís, o el Padre Kolbe, pero tan importantes como ellos son otros testigos más sencillos. Por ejemplo, los padres de familia, o los amigos, o los novios, o los hermanos más pequeños o más grandes que uno.

Somos testigos cuando perdonamos, cuando hablamos con respeto de los ausentes, cuando somos solidarios con quien necesita de nuestra ayuda. Somos testigos con nuestro modo de actuar ante una adicción, al defender el respeto a la vida, al ser humano y su cuerpo. Todas estas son ocasiones en las que nuestras palabras y nuestras obras hacen presentes la certeza de que, como en la vida de Jesus, el amor es más fuerte que el egoísmo y el bien es más poderoso que el mal. Jesus subió al cielo, no para estar lejos de nosotros, sino para estar más cerca de nosotros.

Que la solemnidad de la Ascensión del Señor nos llene de seguridad y esperanza. Que sepamos que no estamos solos, que Jesús está con nosotros, que nos acompaña, que nos transforma. Y que, con la fuerza de su Espíritu, podamos ser testigos valientes de su amor en todas las circunstancias de la vida con la certeza de su palabra: “Estoy contigo… hasta el fin del mundo”.