HOMILÍA PENTECOSTÉS CICLO C
Hoy celebramos la solemnidad de
Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo se hizo presente para guiar a la
Iglesia a través de todos los siglos. Hoy, a cincuenta días de la Pascua —por
eso Pentecostés, o día número cincuenta—, los judíos recordaban que Moisés les
había dado la ley. Para ellos, la ley era el modo en que debían comportarse en
casa y fuera de ella; lo que marcaba sus fiestas, sus comidas, todo su modo de
ser.
Hoy recibimos
al Espíritu Santo para vivir como cristianos todos los días, para eso son sus
dones, que nos acompañan en todas las dimensiones de nuestra vida. Nos unen más
profundamente con Dios a través de la sabiduría y el santo temor; iluminan
nuestro interior con el entendimiento, la ciencia y la fortaleza; y nos abren
con caridad a los demás mediante el consejo y la piedad. Estos dones nos ayudan
a vivir con fe, actuar con justicia y mantener la esperanza viva cada día en el
trabajo, en el estudio, en la familia, en nuestras fiestas y tristezas.
El Evangelio
nos ofrece tres modos en los que la presencia del Espíritu Santo nos guía: el
primero es dándonos la paz; el segundo, dándonos la presencia de Jesús
resucitado; y el tercero, haciendo que vivamos en el camino del perdón y de la
misericordia.
Jesús, al
llegar al Cenáculo, les da la paz a los discípulos. Donde está el Espíritu
Santo, hay paz. La paz no es la ausencia de problemas —que son lo normal en la
vida—; la paz verdadera es la que, en medio de todas las cosas, nos hace
capaces de mantenernos en armonía, confiados, con certeza. Como cuando vemos a
un niño dormido en brazos de su madre, en medio del ruido, del mal tiempo o de
algo desagradable, pero tranquilo porque está cargado por su madre. Así es la
paz del Espíritu Santo: la paz de saber que nuestra conciencia está bien con Dios
y con nuestros prójimos; la paz de saber que los males no son más fuertes que
los bienes; la paz de saber que el futuro sigue abierto para el bien.
Por eso Jesús
les da su paz a los apóstoles, que piensan que lo malo ha vencido y que ya no
hay un futuro. Hoy, con las prisas, nos sentimos reclamados por todas partes,
casi por estallar, a punto de reaccionar mal a todo. Y se busca la solución
rápida, una emoción detrás de otra, para sentirse vivos. Pero lo que
necesitamos es el Espíritu, que pone orden en el frenesí, da paz en la
inquietud, confianza en el desánimo, alegría en la tristeza, valor en la
prueba. Él, en medio de las tormentas, fija el ancla de la esperanza. Cuando,
en este año, tengamos situaciones fáciles o difíciles, a nuestro lado estará el
Espíritu Santo para llenar las fáciles de gratitud, y las difíciles de
confianza y fortaleza.
En segundo
lugar, el Espíritu Santo nos acompaña para darnos la presencia de Jesús
resucitado en nuestra vida. Siempre que se hace presente Jesús, está de por medio
el Espíritu Santo. Lo vemos cuando se hizo hombre en el seno de María, en
Nazaret, o en la vida pública, en el Jordán. Lo vemos en los sacramentos, en
los que el Espíritu Santo hace que Jesús esté presente. En nuestra vida diaria
necesitamos a Jesús: su amistad, su perdón, su cercanía. Cada uno sabe cómo
necesita a Jesús: para escuchar su Palabra, que nos invita a amar; para
curarnos, como lo hacía con los enfermos; para experimentar su luz en un
problema; para encontrar a Jesús como el amigo, el hermano, el Hijo de Dios,
que está a nuestro lado de modo especial en su Evangelio y en la Eucaristía.
En tercer
lugar, el Espíritu es el primer don del Resucitado, y se da para perdonar los
pecados. Jesús, al dar el Espíritu Santo a los apóstoles, los envía a ser
mensajeros de su perdón, a guiar a todos por el camino que lleva a la reconciliación.
El Espíritu Santo camina a nuestro lado con el perdón y la misericordia. A
veces no es fácil perdonar, ni tampoco acompañar a quien todavía no puede salir
del camino del mal. Por eso necesitamos al Espíritu Santo: para ser
misericordiosos con quien va por el bien, y con quien va por el mal. El
Espíritu Santo, al llevarnos por el perdón, hace que nos sintamos hijos amados,
nos transmite la ternura de Dios y nos impide caer en el miedo.
El perdón nos
mantiene unidos, como el cemento une los ladrillos de una casa. El perdón
libera el corazón y le permite recomenzar; el perdón da esperanza, pues evita
el rechazo sin dar nuevas oportunidades. El Espíritu nos lleva por un carril de
doble sentido: el del perdón ofrecido y el del perdón recibido. El Espíritu
Santo nos da la certeza de que nos va a acompañar en el camino, llenando nuestros
corazones de paz, de amistad con Jesús y de misericordia entre todos.
Cuando
acogemos al Espíritu Santo en nuestra vida, su presencia comienza a dar frutos
que transforman nuestra relación con Dios, porque nos hacen vivir en la alegría
y la paz de su presencia; con nosotros mismos, porque nos dan equilibrio
interior y fortaleza; con los demás, porque nos impulsan a amar, servir,
perdonar y comprender; y también con la creación, porque nos mueven a cuidarla
con gratitud y responsabilidad. Que el Espíritu Santo, nos haga artesanos de
concordia, sembradores de bien, apóstoles de esperanza.