HOMILÍA CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS DIFUNTOS 2025 CICLO C
después de haber celebrado
Todos los Santos recordamos a los Fieles Difuntos. El Día de Todos
los Santos está destinado a que volvamos nuestros ojos o recordemos a todos
aquellos hombres y mujeres que ya están con Dios —sin importar si son conocidos
o no, o si sus historias han sido reconocidas por la Iglesia— y al mismo
tiempo, al pensar en todos los que ya están con Dios, se nos recuerda que
nosotros también estamos llamados a la santidad.
Ayer en el Evangelio se proclamaron las Bienaventuranzas:
esas ocho maneras de encontrar la felicidad, entendida como santidad. La
santidad no es algo lejano a nuestra vida, sino algo que significa plenitud, y
que un día alcanzaremos.
Y hoy, al recordar a nuestros hermanos y hermanas que,
—miles, millones a lo largo de la historia—, han pasado de esta vida a la
siguiente, comprendemos que esa plenitud es también la meta de quienes nos han
precedido en la fe. Hoy recordamos no solo la universalidad de la muerte, sino
también la necesidad de orar por los que han muerto.
Todos debemos darnos cuenta de que, a la hora de la muerte,
lo que verdaderamente importa es la amistad que tenemos con Dios. En este
contexto, conviene recordar una doctrina que, aunque menos mencionada hoy,
sigue siendo profundamente significativa: el purgatorio. Es decir, la idea de
que todos necesitamos una purificación para encontrarnos con Dios.
En nuestra vida, nos damos cuenta de que hay situaciones en
las que no hemos sido los buenos amigos que deberíamos haber sido, pues
recuperar la buena relación con un amigo al que hemos fallado o no le hemos
sido leales, requiere volver a estrechar los lazos que nos unen, si no, no es
una verdadera amistad. Así nos lo recordaba de modo esperanzador el papa
Francisco: Como sabemos por experiencia personal, el pecado “deja huella”,
lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias
del mal cometido, sino también interiores. Por lo tanto, en nuestra humanidad
débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”.
Estos son removidos por la gracia de Cristo. El futuro iluminado por el perdón
hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún
surcados por las lágrimas.
El misterio del purgatorio es ser liberados de aquello en lo
que nos quedamos cortos; esos momentos de amistad en los que no dimos lo mejor
de nosotros. Libres de los momentos en que deberíamos haber sido más capaces de
encontrarnos con Dios como verdaderos amigos. Así nos lo dice el libro de la
Sabiduría: Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí. Los probó como
oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. Los que confían en
el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a
su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos. Cuando morimos, como
amigos de Dios, nos encontramos con Él. Pero esa amistad debe ser limpiada de
todo aquello que impide que sea auténtica. Esa es una parte del sentido del Día
de los Difuntos: que oremos por nuestros hermanos y hermanas que necesitan
nuestra intercesión para lograr ser plenamente amigos de Dios.
En este día, también recordamos que la muerte es una realidad
que todos vamos a enfrentar. Vendrá por enfermedad, por guerra, por accidente o
simplemente por el tiempo. Pero un día, todos cruzaremos ese umbral de la
muerte. La muerte duele porque debemos decir adiós a los que amamos aquí. Pero
al mismo tiempo, sabemos que la muerte ha sido vencida por Jesucristo. El Señor
ha derrotado al pecado y a todo aquello que podría separarnos de Dios antes y
después de la muerte.
Aquí es donde debemos reflexionar con serenidad: la muerte no
es solo una partida hacia la nada, la muerte para nosotros cristianos es la
entrada al encuentro pleno con Dios. Pensemos en una imagen que nos ayuda a
comprender este misterio: el aeropuerto. En el aeropuerto, la gente se despide
con cariño, pues unos se van de vacaciones, otros se van a otro país, pero
todos saben que van a algún lugar donde seguir la vida y que un día volverán a
ver a los que quieren. Sabemos que un día estaremos en ese aeropuerto,
despidiéndonos de aquellos que nos han acompañado, porque nos dirigimos a otro
lugar, un lugar de felicidad. Todos al final nos encontraremos con Dios y Dios
nos da la certeza de que volveremos a estar con todos los que queremos. Ese es
el viaje de la vida.
En este día nos acercamos a nuestros hermanos y hermanas que
han muerto por medio de nuestra oración. Orar por los difuntos es una obra de
misericordia espiritual porque este tener presentes a aquellos con quienes
tenemos una relación especial y a los que queremos ofrecer un gesto de amor y
solidaridad. Es un gesto de amor como nos recuerda la carta de san Juan:
Nosotros estamos seguros de haber pasado de la muerte a la vida, porque amamos
a nuestros hermanos. Conocemos lo que es el amor, en que Cristo dio su vida por
nosotros. Así también debemos nosotros dar la vida por nuestros hermanos. Hoy
ofrecemos por ellos la Eucaristía, el sacrificio de Jesucristo, el misterio de su
pasión, muerte y resurrección, para que Cristo los abrace plenamente y los haga
sonreír para siempre, mientras esperamos el día en que también nosotros
volveremos a encontrarnos con ellos.
Este es el sentido del día de todos los difuntos: no solo
estar tristes por los que se han ido, sino, sobre todo, ser solidarios con quienes,
más allá del misterio de la muerte, nos necesitan. Como hemos oído en el
evangelio de San Mateo: Y el rey les dirá: ‘Yo les aseguro que, cuando lo
hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron’. Hoy
recordamos que un día, en Cristo, nos reuniremos en la felicidad, porque hemos
sido capaces de purificar nuestra amistad con Dios, nuestra amistad con los demás
y abrazar plenamente el amor que Dios nos tiene. Que nuestra oración por los
difuntos sea expresión de amor, de comunión y de fe en la vida que no termina,
sino que se transforma en plenitud.

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