0024 HOMILÍA DOMINGO XXIV ORDINARIO CICLO C
Es una realidad que los seres humanos podemos caer en errores
graves. Por eso un elemento importante de nuestra vida es tener la certeza de
que siempre podemos volver a empezar. Las lecturas de hoy nos presentan la
realidad de la fragilidad del ser humano, fragilidad manifestada en un
apartamiento de Dios por poner algo como si fuera dios, o se puede manifestar
como nos decía San Pablo en una actitud propia de un corazón duro ante lo que
Dios le va pidiendo y que acaba por dañar a los que sí han abierto su corazón a
Dios, o se puede manifestar en alguna de las tres imágenes que nos ha dejado el
evangelio, la imagen de la oveja perdida, la de la moneda extraviada o la de
los dos hijos que rompen con la bondad del corazón del padre que perdona a uno
y no le cierra la puerta al otro.
Cualquiera de estas tres situaciones daña gravemente a la
persona porque o rompen la relación con Dios o rompen la relación con el
prójimo y al final llenan de amargura, de soledad, de sentido de estar perdido
en un desierto que está reflejado en la oveja sin rumbo, en la moneda sin valor
debajo de la cama o en el hijo que se degrada hasta ser de menos valor que los
animales que tiene a su cuidado.
Frente a esta realidad nos encontramos con otra de mucho
valor: Dios nunca nos abandona. El siempre va a estar intentando tenernos en su
corazón. Como el pastor que busca, la mujer que barre hasta encontrar la moneda
y, por supuesto, el padre de los dos hijos que sale al encuentro del que se
marcha y del que se queda. En las tres parábolas se muestra la figura de alguien
que aprecia, que añora, a quien se ha perdido, porque hay un profundo amor, aun
cuando hayamos apartado nuestro corazón de él y, como dice la primera lectura,
nos hayamos pervertido, hayamos cambiado una relación de amor por una relación
de esclavitud, porque se ha pasado de verse como hijo a verse como esclavo de
un becerro de oro al que se adora y se le hacen sacrificios y se pasa de la
relación de amor a la relación de miedo.
El modo en que se une la propia fragilidad con la certeza del
amor de Dios está en la palabra misericordia. ¿En qué consiste la misericordia?
La misericordia no es una actitud de aquí no ha pasado nada. La misericordia
verdadera es consciente del mal que se ha producido. Como sucede con el doctor que,
para curar el mal, tiene que hacer un buen diagnóstico. Al mal hay que llamarlo
por su nombre, a la persona hay que llamarla siempre con el corazón. San Pablo
nos lo dice de manera maravillosa, haciéndonos ver que reconocer el pecado solo
se puede hacer desde un corazón lleno de amor: Doy gracias a aquel que me ha
fortalecido, a nuestro Señor Jesucristo, por haberme considerado digno de
confianza al ponerme a su servicio, a mí, … Dios tuvo misericordia de mí, …y la
gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí, al darme la fe y el amor que
provienen de Cristo Jesús. …que vino a este mundo a salvar a los pecadores, de
los cuales yo soy el primero. Pero Cristo Jesús me perdonó, para que fuera yo
el primero en quien él manifestara toda su generosidad y sirviera yo de ejemplo
a los que habrían de creer en él, para obtener la vida eterna.
San Pablo con claridad habla de estas tres cosas: la
fragilidad humana que, ante el amor de Dios, se sana con la misericordia. Las
tres parábolas también nos dicen lo que es la misericordia de Dios: es un amor
que sale al encuentro de quien se ha perdido y que carga con el que se ha perdido,
es un amor que busca la moneda extraviada: si una moneda no está en las manos de un ser
humano es solo un pedazo de metal. Cuando pecamos, en cierto sentido, “dejamos
de ser valiosos” porque degradamos nuestra dignidad; pero cuando recobramos la
armonía con Dios hacemos brillar la maravillosa imagen de Dios en nosotros. Entonces
aparece un amor que reconstruye a la persona para que vuelva a tener la
situación del amor con que Dios nos hizo sus hijos. Por eso cuando el hijo
regresa, el padre lo abraza, le pone un vestido, sandalias, un anillo y
organiza un gran banquete. Ese hijo ya no es un cuidador degradado de animales
impuros sino el hijo amado y predilecto.
Tener presentes estas tres realidades nos pueden ayudar mucho
en la vida, porque son tres certezas que nos sostienen, y se convierten en una
antorcha de esperanza para los que nos son dados para que les ayudemos a tener
siempre un horizonte luminoso.
Nuestra fragilidad no es el final del camino, sino el punto
de partida para experimentar el amor más grande: la misericordia de Dios. Como
decía el Papa Juan Pablo II: Dios nos ama con un amor infinito. Dio a la humanidad
a su Hijo unigénito, muerto en la cruz para el perdón de nuestros pecados. Así,
creer en Jesús significa reconocer en él al Salvador, a quien podemos decir
desde lo más profundo de nuestro corazón: "Tú eres mi esperanza".
Las parábolas del evangelio nos muestran que, aunque nos
perdamos, Dios nunca deja de buscarnos, de esperarnos, de amarnos. Su
misericordia no ignora el pecado, lo transforma. Nos devuelve la dignidad, nos
reintegra como hijos, nos viste de fiesta. Hoy somos invitados a reconocer
nuestra necesidad de Dios, a dejarnos encontrar por Él, y a ser instrumentos de
su misericordia para los demás, como luz para quienes caminan en la oscuridad,
esperanza para quienes se sienten perdidos, y testigos de que el amor de Dios
siempre tiene la última palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario