HOMILÍA JUEVES SANTO 2025
Hoy es Jueves Santo, se nos invita
a entrar dentro del corazón del mayor de los regalos que Dios ha hecho, al
entregarnos a su Hijo para que todos tengamos vida. El Jueves Santo, es el día
en el que recordamos cómo Jesús, que se había reunido con sus discípulos,
pronunció unas palabras que transformaron la historia: “Este es mi cuerpo, que
se entrega por ustedes. Esta es mi sangre, que se derrama por ustedes.” Unas
palabras que no son solo un recuerdo, sino, cada vez que las hacemos presentes
en la Eucaristía, son la presencia viva de un amor que se entrega. Porque la
Eucaristía es un misterio, es decir, una presencia y una entrega que no vemos,
en algo que sí vemos. Cada vez que el sacerdote hace presentes las palabras de
Cristo entre nosotros, es Cristo quien se hace realmente presente. No de modo
simbólico o como un recuerdo, sino de modo real: Él está ahí, su cuerpo y su
sangre están ahí, en el altar, en nuestras manos y en nuestro corazón.
La Última Cena, que sucedió un
jueves previo a la Pascua de hace unos 2000 años, es el momento en el que Jesús
anticipó con infinito amor el sacrificio de la cruz. Es impresionante descubrir
que Jesús entrega su cuerpo antes de que fuese clavado en el madero, derrama su
sangre antes de que esta cayese en el Gólgota. Porque el amor siempre se adelanta,
Cristo, que nos amó hasta el extremo, se adelanta a su pasión para dejarnos el
sacramento de su presencia. De este modo, el pan que parte Jesús es su cuerpo
entregado. Y el vino que ofrece ya no es solo el fruto de la vid, es su sangre
derramada. Este es un gesto que habla del don del Hijo que el Padre hace a la
humanidad.
En la tradición judía, la Pascua se
celebraba en la familia, el padre presidía la mesa. Hoy, en esta Pascua, el
Hijo asume este lugar para revelarnos que Él y el Padre son uno, que el Dios
invisible ha decidido mostrarse en el pan partido y el vino derramado. Cada vez
que recibimos la Eucaristía, entramos en comunión con el sacrificio de Cristo
de la pascua del año 33. Y lo hacemos no como espectadores, sino que somos
invitados a hacerlo como participantes, es decir, invitados a unirnos a su
entrega que nos salva. Cada vez que recibimos a Jesús en la Eucaristía, estamos
siendo invitados a identificarnos con Él y a vivir como Él vivió, amando y
sirviendo, perdonando y entregándose por los demás. Ese es el ejmplo y ese es su
mandamiento: Amense los unos a los otros como Yo los he amado.
Nos dice el evangelio que Cristo
rompió el pan con sus manos con un gesto que habla de que él rompe su vida por
amor a nosotros y, al hacerlo, nos da la mayor prueba de que su entrega no
tiene límites. Porque es el amor de Dios mismo que se hace alimento para
nosotros. Es el amor del Hijo que se hace compañero de nuestros caminos. Jesucristo
sabe que muchas veces vivimos en soledad, aunque a veces estemos rodeados de
personas. Él sabe de nuestras luchas, de nuestros vacíos, de nuestras noches
oscuras y, por eso, en la Eucaristía, ha querido quedarse con nosotros. Así
como Él entregó la Eucaristía a los apóstoles para que vivieran la noche oscura
de la pasión, y del dolor, también se nos da en cada Eucaristía porque quiere
romper nuestra soledad. Él quiere ser nuestro alimento, nuestra fuerza y
nuestra compañía. Como decía el Papa Francisco: “La Eucaristía es la respuesta
de Dios al hambre más profunda del corazón humano, al hambre de vida verdadera.
En ella, Cristo mismo está realmente en medio de nosotros para nutrirnos,
consolarnos y sostenernos en el camino.”
Jesús dijo: “Quien me come vivirá
por mí.” Sabemos que esa vida no es solamente una vida biológica, es una vida
eterna, una vida que comienza aquí y se prolonga para siempre, que ni siquiera
la muerte es capaz de destruir; Como la muerte no fue capaz de destruir el amor
de Jesús por nosotros, tampoco lo que nos genera dolor y miedo es capaz de
destruir el amor de Dios en nuestro corazón. Cada vez que comulgamos, se nos da
Cristo mismo que nos promete ser felices, ser plenos, y llenar de esperanza
nuestro camino.
En la Última Cena del Jueves Santo,
Jesús también reveló el deseo ardiente de su corazón: “Con ansia he deseado
comer esta Pascua con ustedes.” Él busca más estar con nosotros que a veces nosotros estar con Él, porque en su
corazón hay un amor que no se rinde, que siempre espera. Él tiene por nosotros
un amor que se hace pan para ser compartido, sangre para poder ser derramada,
vida para poder ser ofrecida.
En esta noche santa también
celebramos el don del sacerdocio ministerial, es decir, del sacramento que hace
posible la presencia del misterio eucarístico dentro de nuestra vida y de
nuestro mundo por medio de unos hombres frágiles, pecadores como nosotros.
Cuando les dijo a sus apóstoles: “Hagan esto en memoria mía”, les estaba
confiando a ellos y, en ellos, a todos los sacerdotes de la historia, la misión
de hacer presente su sacrificio en cada altar del mundo. Tenemos que dar
gracias a Dios por cada sacerdote que nos parte el pan, que nos anuncia la
palabra y que nos acompaña. Sabemos que son frágiles, sabemos que son
pecadores, pero también sabemos que son parte del misterio de amor de Dios que
se hace presente a través de la pequeñez de un trozo de pan y un poco de vino,
y de la pequeñez de un hombre que con su fragilidad, es instrumento del amor de
Cristo.
Hoy, Jueves Santo, deberíamos
entrar en nuestro corazón y preguntarnos con sencillez y con paz: ¿Qué hacemos
ante esta entrega? ¿Cómo respondemos al amor de Dios que se parte y se reparte
por nosotros? ¿Acaso hay indiferencia en mi corazón? ¿Puedo volver a mi lugar
como si no hubiera pasado nada? Cristo, en este Jueves Santo, nos invita a
comulgar con Él, no solo en el rito, sino con toda la vida. Nos invita a ser
como Él, alimento para los demás, consuelo en el dolor, presencia en la
soledad, perdón en el pecado.
Este Jueves Santo, Jesús se
arrodilla para lavar los pies a los discípulos. Jesús parte el pan, Jesús ofrece
el cáliz, Jesús nos ofrece su corazón con una ternura infinita. Dejemos que
todo este amor entre a la vida concreta de cada uno, a la vida de nuestras
familias, a lo que nos preocupa de nuestros hijos, a lo que nos asusta de
nuestro mundo. Porque Él no viene a imponerse, sino a ofrecerse. Él no viene a
exigir, sino a entregarse. Que en esta noche santa, cada uno de nosotros
reavive en su corazón el anhelo de amar como Él nos ama, de vivir con Él, de
modo que al recibir su cuerpo y su sangre, abramos nuestra alma para
transformar nuestra vida y podamos iluminar las noches oscuras de los demás,
como Él iluminó la noche oscura de sus discípulos con su amor.
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