domingo, 15 de septiembre de 2024

UN AMIGO PARA TODAS TUS CRUCES

 

TORD XXIV B HOMILÍA

Los grandes personajes de las grandes historias se nos hacen maravillosos: vencen a tiranos, salvan poblaciones necesitadas, construyen naciones que buscan la libertad. A menudo pensamos que lo han tenido fácil, logrando con poco esfuerzo lo que admiramos. Sin embargo, detrás de cada uno de estos hombres y mujeres hay mucho sufrimiento, mucho trabajo, mucho esfuerzo.

En el evangelio descubrimos que Jesús nos ofrece una lección sobre el verdadero significado del ser grande en el servicio de los demás. Al principio vemos a Jesús con sus apóstoles en el norte de Palestina. Jesús ya ha predicado, ya ha hecho milagros, y tiene una fama que la gente aprecia. Entonces les pregunta por la opinión que la gente tiene de Él. Los apóstoles toman lo que oyen de las personas que se congregan en torno al Maestro: es un gran personaje, del tamaño de todos los grandes personajes de la historia de Israel; es como uno de los grandes profetas que hacen milagros o hablan con mucha sabiduría. Jesús también les interroga por lo que hay en el corazón de ellos, los apóstoles, quienes lo acompañan y son sus amigos. Pedro, en nombre de todos los demás afirma que Jesús es el Mesías, es decir, aquel que Dios ha señalado y escogido para salvar a Israel. Ningún otro profeta se había atribuido este título, el más grande que podía caber en la cabeza de un judío. El Mesías es aquel a quien Dios elige, señala y da signos para que todos crean que Él puede salvar al pueblo.

Y parecería que hasta ahí termina la historia: Jesús es reconocido como lo más importante. Sin embargo, en ese momento todo cambia de color. Lo que era radiante y luminoso parece hacerse sombrío. Primero, Jesús les dice que no lo comenten a nadie, y esto puede ser chocante. En segundo lugar, Jesús les dice que va a ser rechazado, que va a padecer, que va a morir y que va a resucitar. Es decir, en Jesús se va a cumplir lo que profetizó Isaías: "El Señor Dios me ha hecho oír sus palabras, y yo no he opuesto resistencia, ni me he echado para atrás. No aparté mi rostro de los insultos y salivazos. Pero el Señor me ayuda, por eso no quedaré confundido; por eso endurecí mi rostro como roca y sé que no quedaré avergonzado".

En tercer lugar, deja muy claro que quien quiera seguirlo tiene que ser capaz de ser más fuerte que la cruz, es decir, más fuerte que lo doloroso y difícil que puede conllevar el ser amigo de Jesús. Así lo decía San Cesáreo de Arlés hace 400 años: "Quien se ponga a seguirme, imitando mi vida y cumpliendo mis preceptos, descubrirá muchos contradictores, muchos que intenten impedírselo; hallará no solo muchos que se burlen de él, sino también muchos perseguidores. Por tanto, si tú deseas seguir a Cristo, toma su cruz: soporta a los malos, mantente firme".

A veces puede parecer que esto de llevar la cruz es un castigo propio de un dios al que le encanta ver sufrir a los demás. Sin embargo, es todo lo contrario. Lo que a Dios le encanta es que seamos más fuertes que los dolores que nos genera la vida, los dolores morales, los dolores en nuestras relaciones con los demás, los dolores que son causados por nuestras propias fragilidades.

Por eso, tomar la cruz y seguir a Jesús es precisamente descubrir que ninguna realidad que causa sufrimiento es más fuerte que el amor por Jesús. Del mismo modo en que Jesús, que es el Hijo de Dios, el salvador de todos los seres humanos, nos muestra un amor más fuerte que todas las humillaciones, más fuerte que todos los dolores físicos, más fuerte que todos los dolores espirituales. La invitación a tomar la cruz y seguir a Jesús es la vivencia práctica de un amor más grande que los males. Lo central es la capacidad de amar: amar a Dios y al prójimo por encima de todas las realidades, como Dios nos ama a todos por encima de todo lo que podría parecer que nos aparta de Él.

Como afirmaba el Papa Francisco: "Seguir a Jesús significa acompañarlo en su camino, un camino incómodo que no es el del éxito, de la gloria pasajera, sino el que conduce a la verdadera libertad. Se trata de realizar un neto rechazo de esa mentalidad mundana que pone el propio 'yo' y los propios intereses en el centro de la existencia. Perder la vida es entregarla por amor, guardar la vida es llenarla de un egoísmo que solo genera amargura". Se trata de juzgar la vida según Dios, y el modo de juzgar de Dios es el que escuchamos en el Salmo 114: "El Señor es bueno y justo, nuestro Dios es compasivo". La justicia de Dios es la compasión, el amor que libra de la muerte, que llena de alegría nuestras lágrimas. Es el amor que nos da una vida plena para siempre.

Seguir a Jesús no es simplemente un acto de admiración hacia un gran personaje, sino que es una llamada a la entrega. La cruz que Jesús nos invita a cargar no es un símbolo de castigo, sino de un amor transformador en el que descubrimos una libertad profunda, que no se rinde ante las dificultades, sino que permite amar a Dios y al prójimo por encima de todo.

No hay comentarios: