HOMILÍA DOMINGO XVIII CICLO B
Hay quien dice que somos lo que
comemos y, por eso, tenemos que tener una alimentación saludable. Hoy, cuando
compramos algo, vemos si tiene exceso de azúcar, grasas o ingredientes que
pueden darnos una mala alimentación.
Esto, que puede servir en lo
físico, también nos pasa en otras muchas cosas. Por ejemplo, si nuestro
alimento emocional son solo cosas superficiales, como pueden ser los chismes o
la vida de los demás, nuestro organismo emocional acaba siendo superficial. Si
nuestro alimento intelectual son solamente las series televisivas, nuestro modo
de pensar acaba siendo las frases que las series dicen sobre el amor, la
pareja, la vida o, a veces, sobre Dios mismo.
Hoy el evangelio nos invita a
preguntarnos por el alimento con el que alimentamos nuestro corazón, nuestra
vida espiritual, nuestros sentimientos, nuestras decisiones. Y, precisamente,
Jesús nos invita a distinguir entre las cosas que comemos.
Por eso habla de dos panes. Uno,
dice Jesús, es un pan que no nos hace felices, o que nos hace felices solo por
un rato. Es el pan de lo material, de las cosas que nos rodean, de las
experiencias materiales con las que llenamos nuestra vida. Son cosas que no son
necesariamente malas, como no es malo hacer deporte, o no es malo disfrutar de
una buena comida, o ver una buena película, como no es malo ganar dinero en el
trabajo o disfrutar de una bonita puesta de sol. Sin embargo, tenemos que tener
muy claro que todo eso no es lo que llena el corazón, porque son situaciones
que disfrutamos y pasan, y las disfrutamos mucho si, además de tener una buena
comida, tenemos armonía con la familia o si, además de ver una bonita puesta de
sol, tenemos al lado a la persona que queremos. Las cosas son buenas si le dan
sentido a la vida y si, además, nos sirven para mirar un poco más allá, para
llenar el sentido de eternidad, es decir, de ser felices para siempre, que está
dentro de nuestro corazón. Como decía San Juan Pablo II: “Además del hambre
física, el hombre lleva en sí también otra hambre, un hambre más fundamental,
que no puede saciarse con un alimento ordinario. Se trata aquí de un hambre de
vida, un hambre de eternidad. La señal del maná era el anuncio del
acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre,
convirtiéndose él mismo en el «pan vivo» que «da la vida al mundo»”.
Por eso Jesús nos habla de otro
pan. Es el pan que baja del cielo. ¿En qué consiste este pan? O la pregunta más
bien tendría que ser ¿en quién consiste este pan? En el evangelio nos dice que
Él es el pan, es decir, el alimento que nos permite ser felices para la
eternidad. Así lo dice Jesús: “Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio
pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el
pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.
¿Por qué Jesús es el pan que da
la vida al mundo? Porque cuando tenemos a Jesús en nuestra vida, todas las
cosas cambian de sentido, todas las cosas tienen un valor que no se acaba en lo
corto que es el tiempo que vivimos en esta tierra, sino que llega hasta la
posibilidad de la vida eterna. Como también les dice Jesús a los que le
escuchaban: “No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento
que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre”.
Cuando tenemos a Jesús en nuestra
vida, todo es diferente y podemos disfrutar de las cosas sabiendo que de todo
sacaremos siempre lo bueno y podremos desechar lo malo. Y, con el amor que
Jesús nos tiene, las cosas buenas que podemos experimentar nos durarán para
siempre y las cosas malas que a veces sufrimos no serán para siempre. Por eso,
en la segunda lectura, nos invita a vivir de una manera especial: vivir como
personas que se han encontrado con el amor de Cristo y que dejan fuera de su
vida lo que no está bien, aunque parezca bonito, y que meten en su vida lo que
es bueno, aunque no siempre sea fácil: “No deben ustedes vivir como los
paganos, que proceden conforme a lo vano de sus criterios. Esto no es lo que
ustedes han aprendido de Cristo. Él les ha enseñado a abandonar su antiguo modo
de vivir, ese viejo yo, corrompido. Dejen que el Espíritu renueve su mente y
revístanse del nuevo yo, creado a imagen de Dios, en la justicia y en la
santidad de la verdad”.
Al final, podríamos hacernos unas
preguntas importantes en la vida: ¿vivo como si no conociera a Jesús?
¿Qué
pasaría si desapareciera todo signo de Jesús en mi vida? ¿Habría alguna diferencia?
En cada eucaristía Jesús está presente entre nosotros con un amor que llena de
sentido la vida. Él vuelve a ser el pan que baja del cielo. Que Él sea siempre
nuestra vida, que nos dé siempre de su pan.
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