sábado, 15 de junio de 2024

VER CON OJOS...¿DE PAPEL VOLANDO?

 

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Los evangelios nos presentan a Jesús como un maestro que, para que los que lo escuchan puedan entender lo que les quiere decir, usa parábolas, historias que permiten entender verdades profundas a través de imágenes sencillas.

La primera historia que nos cuenta Jesús es la de un sembrador, que siembra la semilla. Hoy sabemos que las semillas crecen por un dinamismo que se llama germinación, que está marcado por la genética de la semilla, que se desarrolla hasta convertirse en una planta que da fruto. En tiempos de Jesús solo sabían que había que poner la semilla en la tierra y esperar los frutos. Jesús nos dice que no somos nosotros los que decidimos que de una semilla de trigo salga un manzano o que de una semilla de fresa salga un melón.

Los frutos de muchas situaciones de la vida no dependen de nosotros. A veces los papás ponen la mejor de las educaciones, pero los hijos son un desastre. Otras veces los papás son un desastre y los hijos salen hombres y mujeres de bien. Lo mismo sucede con los caminos de Dios. No somos nosotros los que marcamos los caminos a Dios, sino que es Dios quien nos marca los caminos a nosotros. A nosotros nos toca poner la semilla de Dios en nuestras vidas o en las de los que queremos y del resto se encarga Dios. Como decía el papa Benedicto XVI: "el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. El milagro del amor de Dios hace germinar todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar del mal que nos encontramos. La semilla crece porque la hace crecer el amor de Dios."

En los problemas, tenemos que tener confianza en Dios con la seguridad de que él sabe la forma en la que lograremos ser felices y en la que las cosas saldrán bien para nosotros o para los demás. Dios ha sembrado muchas semillas de bien y es él quien las hace crecer, aunque nosotros no lo veamos. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra, así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha. Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros. Esta Palabra da sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no conocemos.

Lo mismo sucede con la parábola del grano de mostaza. En esta parábola Jesús dice que, aunque las semillas de bien sean pequeñas, pueden dar grandes frutos. Jesús nos enseña a no fiarnos solamente de las apariencias de grandeza y a no juzgar las cosas solo desde los criterios que nuestra sociedad puede tener de lo que es valioso. Nuestro entorno le da mucho valor a la fama, al dinero, a poseer muchas cosas o a tener satisfechos todos nuestros gustos y caprichos. Pero el tener todo no da la felicidad. Cuánta gente muy aplaudida vive amargada, se rompen sus matrimonios, sus hijos se pierden en la droga o en el alcohol. Por eso, lo que tenemos que mirar no es el tamaño de la semilla, sino el bien que esa semilla puede hacer.

Cuando Jesús habla de la semilla de mostaza está hablando de una semilla que cabe entre la uña y el dedo, pero cuando habla de sus resultados, nos enseña que puede ser más alta que otras muchas plantas con granos más grandes e incluso puede dar una sombra que permite a un pájaro hacer un nido debajo de ella. Se trata, por lo tanto, de aprender a juzgar las circunstancias, los problemas desde el modo de pensar de Dios.

¿Y cómo sabemos el modo de pensar de Dios? Hay muchas maneras, como la oración sencilla, y por supuesto, escuchar su palabra en la Biblia, que aunque que se escribió hace miles de años, siempre tiene algo que decirnos porque la guía el Espíritu Santo. Esto nos compromete a mirar la realidad con los ojos de la fe. ¿Cómo está eso de que la fe tiene ojos? La fe permite ver las cosas con los ojos de los demás. Piensa en un vigilante que está en una torre para avisar a los soldados que se preparen porque viene el enemigo. Los soldados ven con los ojos del vigilante. O un niño que se come lo que su mamá le ha preparado. El niño ve la comida con los ojos de su mamá. Tener fe es ver con los ojos de Dios, lo bueno, lo malo, lo que nos gusta, lo que no nos gusta, con la certeza de que Dios nos lleva de la mano. Como nos ha dicho San Pablo: "Siempre tenemos confianza, aunque sabemos que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor. Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía."

Para ver con sus ojos, en cada eucaristía Jesús nos da su corazón, nos da su amor, se nos entrega totalmente. De este modo, las semillas de bien de nuestra vida seguirán creciendo y los pequeños granos de mostaza de nuestro corazón se harán grandes en lo que de verdad vale la pena, que es amar a Dios y amar a nuestros hermanos.

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