011 TORD XI B 20240616
Los evangelios nos presentan a
Jesús como un maestro que, para que los que lo escuchan puedan entender lo que
les quiere decir, usa parábolas, historias que permiten entender verdades
profundas a través de imágenes sencillas.
La primera historia que nos cuenta
Jesús es la de un sembrador, que siembra la semilla. Hoy sabemos que las
semillas crecen por un dinamismo que se llama germinación, que está marcado por
la genética de la semilla, que se desarrolla hasta convertirse en una planta
que da fruto. En tiempos de Jesús solo sabían que había que poner la semilla en
la tierra y esperar los frutos. Jesús nos dice que no somos nosotros los que
decidimos que de una semilla de trigo salga un manzano o que de una semilla de
fresa salga un melón.
Los frutos de muchas situaciones de
la vida no dependen de nosotros. A veces los papás ponen la mejor de las
educaciones, pero los hijos son un desastre. Otras veces los papás son un desastre
y los hijos salen hombres y mujeres de bien. Lo mismo sucede con los caminos de
Dios. No somos nosotros los que marcamos los caminos a Dios, sino que es Dios
quien nos marca los caminos a nosotros. A nosotros nos toca poner la semilla de
Dios en nuestras vidas o en las de los que queremos y del resto se encarga
Dios. Como decía el papa Benedicto XVI: "el reino de Dios, aunque
requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede
al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante
los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la
victoria del Señor es segura. El milagro del amor de Dios hace germinar todas
las semillas de bien diseminadas en la tierra. Este milagro de amor nos hace
ser optimistas, a pesar del mal que nos encontramos. La semilla crece porque la
hace crecer el amor de Dios."
En los problemas, tenemos que tener
confianza en Dios con la seguridad de que él sabe la forma en la que lograremos
ser felices y en la que las cosas saldrán bien para nosotros o para los demás.
Dios ha sembrado muchas semillas de bien y es él quien las hace crecer, aunque
nosotros no lo veamos. Como la humilde semilla se desarrolla en la tierra,
así la Palabra actúa con el poder de Dios en el corazón de quien la escucha.
Dios ha confiado su Palabra a nuestra tierra, es decir, a cada uno de nosotros.
Esta Palabra da sus frutos, porque Dios mismo la hace germinar y madurar a
través de caminos que no siempre podemos verificar y de un modo que no
conocemos.
Lo mismo sucede con la parábola del
grano de mostaza. En esta parábola Jesús dice que, aunque las semillas de bien
sean pequeñas, pueden dar grandes frutos. Jesús nos enseña a no fiarnos
solamente de las apariencias de grandeza y a no juzgar las cosas solo desde los
criterios que nuestra sociedad puede tener de lo que es valioso. Nuestro
entorno le da mucho valor a la fama, al dinero, a poseer muchas cosas o a tener
satisfechos todos nuestros gustos y caprichos. Pero el tener todo no da la felicidad.
Cuánta gente muy aplaudida vive amargada, se rompen sus matrimonios, sus hijos
se pierden en la droga o en el alcohol. Por eso, lo que tenemos que mirar no es
el tamaño de la semilla, sino el bien que esa semilla puede hacer.
Cuando Jesús habla de la semilla de
mostaza está hablando de una semilla que cabe entre la uña y el dedo, pero
cuando habla de sus resultados, nos enseña que puede ser más alta que otras muchas
plantas con granos más grandes e incluso puede dar una sombra que permite a un
pájaro hacer un nido debajo de ella. Se trata, por lo tanto, de aprender a
juzgar las circunstancias, los problemas desde el modo de pensar de Dios.
¿Y cómo sabemos el modo de pensar
de Dios? Hay muchas maneras, como la oración sencilla, y por supuesto, escuchar
su palabra en la Biblia, que aunque que se escribió hace miles de años, siempre
tiene algo que decirnos porque la guía el Espíritu Santo. Esto nos compromete a
mirar la realidad con los ojos de la fe. ¿Cómo está eso de que la fe tiene
ojos? La fe permite ver las cosas con los ojos de los demás. Piensa en un
vigilante que está en una torre para avisar a los soldados que se preparen
porque viene el enemigo. Los soldados ven con los ojos del vigilante. O un niño
que se come lo que su mamá le ha preparado. El niño ve la comida con los ojos
de su mamá. Tener fe es ver con los ojos de Dios, lo bueno, lo malo, lo que nos
gusta, lo que no nos gusta, con la certeza de que Dios nos lleva de la mano.
Como nos ha dicho San Pablo: "Siempre tenemos confianza, aunque sabemos
que, mientras vivimos en el cuerpo, estamos desterrados, lejos del Señor.
Caminamos guiados por la fe, sin ver todavía."
Para ver con sus ojos, en cada
eucaristía Jesús nos da su corazón, nos da su amor, se nos entrega totalmente.
De este modo, las semillas de bien de nuestra vida seguirán creciendo y los
pequeños granos de mostaza de nuestro corazón se harán grandes en lo que de
verdad vale la pena, que es amar a Dios y amar a nuestros hermanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario