HOMILÍA DOMINGO DE LA SANTÍSIMA
TRINIDAD - B 20250519
Cada domingo celebramos una forma
especial de conocer a Dios, de descubrirlo como alguien cercano e importante
para nosotros. Hoy, podemos decir que celebramos la fiesta de Dios: la fiesta
de la Santísima Trinidad. Con frecuencia hacemos la señal de la cruz y decimos:
“En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. A veces lo hacemos
para empezar el día o para sentirnos protegidos en un peligro. Hoy, hasta los
deportistas la hacen como una especie de invocación a la buena suerte a la hora
de hacer goles. Pero este gesto no es un amuleto; es un signo que hace presente
en nuestras vidas el amor de Dios.
A lo largo de la historia, los
seres humanos empezaron a descubrir que alguien tenía que haber hecho el mundo
y a sentir que la muerte no era el final, y que, una vez terminada esta vida,
deberíamos estar en otro lugar regido por ese alguien que había hecho el mundo.
A ese alguien los seres humanos lo llamaron Dios. Poco a poco, los seres humanos
fueron descubriendo lo que Dios significaba. Al principio lo identificaron con
las fuerzas de la naturaleza, y así llamaban Dios al mar, al trueno, a la
tierra o al cielo. Sin embargo, apareció un pueblo que había experimentado que
Dios los había buscado a ellos. Este era el pueblo judío. Ellos habían
experimentado que el Dios que los protegía les había dicho que Él era uno, que
no había muchos dioses, que Él era el único Dios, y que se les manifestaba para
decirles cómo podían ser amigos de Él.
Además, Dios les había prometido
un Mesías que les iba a manifestar de modo completo lo que Él quería de ellos.
Hace dos mil años llegó alguien que, con sus obras y con sus palabras, nos
demostró que era especial y que venía a decirnos quién era Dios y qué es lo que
Dios quería de nosotros. Ese alguien es Jesús. En sus hechos y en sus palabras
nos demostró que Él era el Hijo de Dios, y esto quedó claro cuando resucitó
glorioso. Así se nos manifestó como Dios verdadero y nos envió al Espíritu
Santo, que también es Dios y que ilumina nuestros corazones. Así, Jesús no solo
vino a salvarnos de nuestros pecados o a darnos unas reglas para saber cómo
vivir. Lo más importante que vino a hacer Jesús es a decirnos quién es Dios,
quién quiere Dios ser para nosotros y, como consecuencia, quiénes somos
nosotros para Dios. Como decían los obispos del Vaticano II: "Dispuso Dios
en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado,
tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la
naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a
los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía".
Jesús, en sus palabras y obras,
nos dejó claro que Dios es uno y también nos reveló que hay alguien a quien
Jesús llama Padre, otro alguien que es el mismo Jesús y un tercer alguien al
que Jesús llama el Espíritu Santo. En el esfuerzo por poner este misterio en
palabras humanas, los cristianos lo resumimos en una fórmula: Un solo Dios
verdadero y tres personas distintas. Esto es el dogma de la Santísima Trinidad.
Esto parece un trabalenguas y nos deja un poco confusos. ¿Cómo puede ser esto?
La verdad es que hay una sola
explicación: Dios es amor. Cuando amamos, nos sentimos muy unidos a las
personas que amamos: mi esposa, mis hijos, mis hermanos. Cuanto más amamos, más
unidos; cuanto menos amamos, más separados. Nosotros amamos de modo limitado,
porque somos limitados, pero Dios es el amor infinito. Por eso, la unión entre
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es tan infinita que los hace una sola
realidad, un solo Dios.
Pero también lo podemos explicar
al revés. Dios, para ser perfecto, tiene que ser amor, porque el amor es lo más
perfecto que hay. Pero el amor siempre es amor de una persona a otra persona,
por eso, en Dios, el amor hace que haya tres personas: el que ama, el amado y
el amor que hay entre ellos.
Este domingo celebramos que Dios
haya llegado a nuestra vida para decirnos que, en lo más esencial, Él es amor y
que ese amor no es un amor solitario, sino un amor que se comunica. Este amor
que se comunica internamente también se comunica hacia afuera, y por eso
existimos nosotros, los seres humanos, a quienes Dios ama. Nos ama tanto que
nos da a su Hijo y nos envía al Espíritu Santo. Nos ama tanto que quiere que
lleguemos al cielo, esto es, a ser parte del amor infinito que hay en su
corazón para siempre y para todos. Démosle gracias a Dios porque nos ha
permitido conocerlo como es y porque nos dice que nos ama y nos invita a ser
siempre felices cerca de ese amor. Y cuando hagamos la señal de la cruz,
recordemos que estamos haciendo sobre nuestras personas la señal del amor de
Dios.
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