HOMILIA XV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO CICLO C
Dt 30, 10-14: El mandamiento esté
muy cerca de ti; cúmplelo.
Sal 18, 8. 9. 10. 11: Los mandatos
del Señor son rectos y alegran el corazón.
Col 1, 15-20: Todo fue creado por
él y para él.
Lc 10, 25-37: ¿Quién es mi prójimo?
A veces vemos los mandamientos como
normas impuestas, que parecen hacer más pesada la vida. Uno tendría la
tentación de pensar que es mejor vivir sin nada que nos obligue, con total
libertad. Sin embargo, en nuestra experiencia humana descubrimos que la
libertad no puede ser absoluta ni caprichosa. Si no está orientada por el bien,
se pervierte. Una libertad sin rumbo, movida por el egoísmo o por emociones
cambiantes, puede volverse destructiva. El mandamiento quiere ser precisamente
una mejor manera de vivir una libertad auténtica. Los mandamientos son una guía
que protege nuestra dignidad, ordena nuestras relaciones con Dios, con los
demás y con nosotros mismos. Nos recuerdan que no somos dioses, que hay límites
físicos y morales que no podemos ni debemos transgredir. Como dice el Papa Benedicto: Los
Mandamientos de la Ley de Dios… porque fijan los valores fundamentales en
normas y reglas concretas, cuando el ser humano las pone en práctica puede
recorrer la senda de la verdadera libertad (...) que conduce a la vida y a la
felicidad. El hombre abandonado a sí mismo, indiferente a Dios, orgulloso de su
autonomía absoluta, acaba por seguir a los ídolos del egoísmo, del poder, de la
dominación.
Porque la libertad necesita ayuda
para ser una libertad plena, una libertad que no se desfigure. A lo largo de la
historia tenemos demasiados ejemplos de hombres que dañaron a la humanidad en
nombre de una falsa libertad. La ley no es enemiga de la libertad, sino su
forma. Sin forma, la libertad se disuelve en arbitrariedad. Los
mandamientos deben ayudarnos a que nuestra libertad nos haga mejores personas.
El pueblo de Israel vivió esta
verdad: al dejar de ser esclavos en Egipto, comprendieron que debían organizar
su vida como pueblo libre. Y una de las primeras cosas que hicieron fue acoger
la ley de Dios. Porque si desvinculamos la libertad humana de Dios, que nos ha
creado y que nos conduce a la plenitud, corremos el riesgo de pervertir esa
libertad.
Detrás de los mandamientos que Dios
da a Moisés no está un Dios que dice: “Esto es lo que tienes que hacer y te
aguantas”, sino un Dios que nos dice: “Esto es lo que debes hacer para ser
pleno”. Por eso, los mandamientos tratan de las grandes relaciones del ser
humano. Los tres primeros se refieren a nuestra relación con Él: respetarlo,
reconocer su primacía, vivir desde la adoración. Los otros cinco regulan
nuestra convivencia: respeto por la vida, por la familia, por la verdad, por la
justicia, por la dignidad del prójimo. Los últimos dos mandamientos nos enseñan
a vivir con un corazón limpio, sin codicia, sin destruir al otro ni su entorno.
Esta es la realidad de los mandamientos: un camino hacia una libertad vivida en
plenitud.
Una libertad que no es
individualista, sino que se despliega en las relaciones del ser humano consigo
mismo, con Dios y con los demás. El evangelio del buen samaritano nos enseña
esta realidad de modo ejemplar. El contexto de la escena es una pregunta: ¿qué
debo hacer para alcanzar la vida eterna? Es decir, ¿cómo llegar a la plenitud?
Jesús responde citando los dos mandamientos más importantes: “Amarás al Señor
tu Dios” y “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aquí están los tres ejes que
nos hacen plenos: la relación con uno mismo, con el prójimo y con Dios.
La parábola del buen samaritano no
es solo una parábola de compasión. Es una parábola que hace que el ser humano
descubra la llamada a la plenitud que tiene grabada en el corazón. En la
parábola, Jesús presenta tres personajes: un sacerdote, un levita y un
samaritano. Los dos primeros, figuras religiosas respetadas en Israel, pasan de
largo ante el hombre herido. A pesar de estar “cerca de Dios”, no supieron
reconocer al prójimo. En cambio, el samaritano —alguien despreciado, excluido
del pueblo elegido— es quien actúa con compasión. Eso los hace incompletos.
Pasan de largo. ¿Quién es el que permanece? ¿Quién es el que se realiza? El
samaritano, aquel que no es considerado valioso según los estándares sociales o
religiosos. El samaritano se muestra pleno porque escucha la voz del
mandamiento fundamental: la llamada a hacer del prójimo alguien pleno. Romano
Guardini afirmaba: La libertad no consiste en poder hacer lo que se quiere,
sino en poder hacer lo que se debe. Y esto no por imposición externa, sino
porque el corazón ha reconocido el bien y lo ha hecho suyo.
El samaritano se identifica con
Dios al acercarse al prójimo. Esta es la gran enseñanza de los mandamientos:
descubrir en el corazón humano la llamada a ser más, a no ser alguien que pasa
de largo, sino alguien que deja huella; alguien que, al dar valor a su vida,
permite que el otro también descubra el valor de la suya.
La clave está en esta palabra:
compasión. En la Biblia, compadecerse no es simplemente sentir pena. Es el
verbo que describe el amor de Dios hacia su pueblo. Es un amor que se encarna, se
hace solidario, se compromete. Es el amor que se revela plenamente en
Jesucristo, el verdadero Buen Samaritano, que se acerca a nuestra miseria y la
redime.
El samaritano no solamente cura al
malherido, sino que además es generoso. Tiene para dar, y da en abundancia,
porque está pleno, como Dios es pleno. Por eso le dice al posadero: “Cuídalo, y
si gastas de más, te lo pagaré al regresar”. Cuando el ser humano descubre su
riqueza interior, escucha ese mandamiento grabado en lo más hondo por Dios
mismo: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todo el ser, y
amar al prójimo como a uno mismo. Esa es la verdadera plenitud.
Esa misma compasión de Dios está en
el centro del mensaje de san Pablo en la carta a los colosenses. Allí se nos
presenta a Cristo como la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la
creación. Y es este mismo Cristo quien se hizo uno de nosotros, quien se abajó,
quien entregó su vida para reconciliar el cielo y la tierra, lo humano y lo
divino. Cuando dejamos que el corazón de Cristo transforme el nuestro, cuando
acogemos sus mandamientos no como cargas sino como senderos de vida, entonces
podemos vivir en plenitud. Podemos sanar nuestras relaciones, dar fruto
abundante, ser fuente de paz. Una paz que no es pasiva, sino activa; una paz
que hemos recibido a través del amor de Jesús en nuestros corazones. Esa es la
verdadera paz: la que nace de una vida plena, y que se desborda para que
también aquellos que amamos encuentren su plenitud.
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