
El derrumbe fue tremendo. Destrozó en un momento, todas las galerías que dan seguridad hacia la superficie y que te sabías de memoria. Me veo debajo de toneladas de piedra, sin luz, lleno de polvo, en la seguridad de un refugio. Pero ¿es seguro un refugio que seguramente será tu tumba? Los que están conmigo, ¿Son amigos o simplemente compañeros de tragedia, condenados como yo a extinguirse poco a poco en la oscuridad? Estar en la mina tanto tiempo con los mismos compañeros te reta. No tienes tiempo para ti, todos ven y saben todo. Se hacen grupos, se forman liderazgos y se llevan a cabo dinámicas que te obligan a sentirte vivo, aunque estás enterrado.
Un día, empecé a sentir un ruido, el techo se movía con la angustia de ser un derrumbe, el momento final de todo lo que habíamos sobrevivido. Y entró la luz. Y los ojos era lo único vivo de todo mi cuerpo. Por esa entrada alguien ve si estoy vivo, y le puedo decir que sí, y que estoy vivo y bien. Ese pequeño agujero se convierte en mi única fuente de alimento, de luz, de comunicación, de respiración.
Pasaron cincuenta días, como una cuaresma, enterrados en ceniza, sabiendo que alguien se movía para sacarme de ahí, si todo iba bien, en navidad. Me pregunté si aguantaría hasta entonces, si los días que ya llevaba iban a llegar hasta los casi cien días que me sugerían. ¿Qué podría pasar en tanto tiempo? ¿Un terremoto? ¿Una infección? ¿Un paro cardiaco? ¿Un rapto de locura?
Todo es esperar. Esperar a que otros piensen, esperar a que mi familia sepa que estoy bien, saber que ya lo saben, de vez en cuando, poder hablar con ellos. Arriba, todo se va preparando para que podamos salir. Nosotros sólo podemos esperar, hacer algunos preparativos, pero sobre todo, esperar.

No me importa en qué lugar me toque salir, no me han dejado aquí abajo, me espera la vida allá fuera. Todavía falta algo. Seguir las instrucciones de salida. Entrar en la capsula, cerrar los ojos. Dejar que me suban. Yo no subo. Me suben. Me sube un motor, encerrado en una capsula con los colores de mi país. Me sube un corazón, encerrado en un abrazo de los que son mi gente. Son setecientos metros, inmóvil, con la esperanza de que este abrazo sea lo suficientemente fuerte para sacarme, que este corazón sea lo bastante vigoroso para seguir tirando de mí. Todo el mundo sabe mi nombre, mi vida, mis gustos, estoy en la boca de todos. Pero yo no soy famoso, soy un simple minero enterrado a setecientos metros bajo tierra. Cuando las cámaras vean mi cara, si consigo salir, será el momento en que todo el mundo comience a olvidarse de mí. Porque yo tendré que seguir trabajando, porque sólo sé ser minero. ¿Cuánto tengo que subir? No sé contar metros hacia arriba. Yo sólo soy un minero. Me han dicho que no cuente, que sólo me deje subir. Eso hago. Y subo. Y llego, y se abre la puerta, y abrazo a los míos, caigo de rodillas, doy gracias, soy de nuevo un minero. El minero treinta y cuatro.
2 comentarios:
Me encanto y me sorprendió ver que quien lo escribe es un padre legionario. Supongo yo por estar en el centro de anahuac. Mis hijos han estudiado en colegio legionario siempre y mas me encanto su blog. Gracias por compartir.
¡Excelente comentario! muchas gracias por compartir, Paz y Bien
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