SEÑALAR CON EL DEDO O ABRIR LOS BRAZOS: EL CAMINO DEL CORAZON (HOMILIA XXIII DOMINGO ORDINARIO CICLO A)
Hoy vivimos en una cultura muy
individualista y, en cierto sentido, también muy relativista, es decir, una
cultura que se preocupa del ego y que no siempre tiene puntos firmes para saber
qué es lo verdadero o lo bueno, a veces tampoco para poder saber lo que es
hermoso o bello. Estos dos rasgos hacen muy difícil que, por lo individualista,
podamos decirle a alguien lo que, por lo relativista, es bueno o malo. Pero
además vivimos en una cultura muy crítica, siempre dispuesta a señalar con el
dedo el mal que se ve en los demás.
¿Qué hacemos cuando vemos a alguien
hacer el mal? A veces simplemente miramos para otro lado porque pensamos que
podemos meternos en problemas. Pero, ¿Qué hacemos cuando se trata de alguien con
quien nos sentimos muy unidos, como un familiar, un cónyuge, un amigo? Nos
duele, cuando vemos a alguien que amamos tomar decisiones que, desde nuestro
modo de entender, no llevan a la felicidad. A veces, no entendemos lo mismo,
porque los seres humanos tenemos condicionamientos de tipo psicológico,
educativo o circunstancias fisiológicas que nos constriñen. Sin embargo, el que
haya condicionamientos en ciertos comportamientos no excluye que haya
consecuencias que generan infelicidad. A la hora de guiarnos hacia el bien,
además de nuestra razón y nuestra conciencia, como creyentes y como cristianos,
tenemos la revelación de Dios, que se hace presente en nuestras vidas. La palabra
de Dios, se convierte en luz que ilumina el camino de los seres humanos, como un
criterio de actuación, que nos muestra el sendero hacia la felicidad para la
que hemos sido creados. La palabra de Dios también nos señala un compromiso, el
compromiso de ser solidarios con el bien del otro que es la razón para
aproximarnos a él y ayudarle en su caminar.
Hoy el evangelio nos habla de tres
pasos para ayudar a alguien a retomar el camino del bien, primero a solas,
luego con algunos más, finalmente con la comunidad. No se trata de hacerlo
público para lavarnos las manos, sino de incluir a toda la comunidad, a todos
los que somos hermanos, en el apoyo a quien nos necesita. Tampoco se trata de señalarlo
como culpable, se trata de hacernos responsables de nuestro hermano. Este puede
ser el sentido de la frase de Ezequiel: A ti, hijo de hombre, te he
constituido centinela para la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi
boca, tú se la comunicarás de mi parte. Ser centinela es estar en guardia
contra los enemigos que pueden atacar la ciudad, es la imagen de quien sabe que
también en sus manos está el guardar el bien de cada uno de sus hermanos. El
amor que se hace centinela será siempre la certeza de que estamos obrando con
la recta intención de ayudar a quien lo necesita y respetarlo en sus decisiones,
si es que él quiere asumir así las consecuencias de sus actos. Al fin y al
cabo, como nos dice San Pablo, el amor tiene que ser la guía de nuestras
palabras, de nuestras obras, del modo en que nos dirigimos y nos comprometemos
con el otro. Ciertamente puede sonar a ideal inalcanzable, en un mundo que es
muchas veces lo contrario de ese amor. Pero a nosotros nos toca vivir de cara a
los demás, con amor que ofrece respeto y con un respeto que nace del amor: es saber
que todo lo que yo te deba es por el amor que me tienes y que todo lo que tú me
debas nace del amor que hay en mi corazón. Aunque suene idealista, esta es la
actitud que cambia vidas, que ayuda a encontrar el camino en nuestras
relaciones personales, familiares o sociales, es la fortaleza que nos hace
mejores que todos los egoísmos que pueden intentar envenenar nuestro corazón.
La segunda parte de este evangelio
nos deja ver la importancia de nuestra relacion con Dios y con los demás: todo
lo que atemos en la tierra se ata en el cielo, es decir Jesús nos enseña que no
estamos reducidos a una dimensión que se esfuma cuando termina nuestra aventura
en la tierra. Nuestros vínculos suben al cielo, nuestros deseos tienen sabor de
eternidad. No amamos nada más por un tiempo y para un tiempo, amamos para
siempre. Además Jesús nos dice que cuando nos unimos en la oración, no quedamos
sin respuesta, pues si nos reunimos en su nombre, él está en medio de nosotros,
como el resucitado que ha vencido a la muerte, como el redentor que ha vencido
al pecado, como el hermano que nos da la vida eterna con su entrega.
Jesús es el gran ejemplo de que ante
el que se equivoca no se debe seguir el señalar con dedo de culpabilidad ni el
ser indiferentes ante sus errores. Él no señala con el dedo, sino que abre sus brazos
con su vida, con su muerte y con su resurrección, para mostrar que el camino, ante
el hermano que quizá se equivoca a la hora de tomar sus decisiones, es amar
como él nos ha amado. Para eso Él se entrega en cada Eucaristía, como el buen
pastor que nos invita a retomar la senda de la felicidad que nace de ser la
familia de un Dios Padre que cuida de todos.
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