domingo, 10 de septiembre de 2023

SEÑALAR CON EL DEDO O ABRIR LOS BRAZOS: EL CAMINO DEL CORAZON (HOMILIA XXIII DOMINGO ORDINARIO CICLO A)

 



SEÑALAR CON EL DEDO O ABRIR LOS BRAZOS: EL CAMINO DEL CORAZON (HOMILIA XXIII DOMINGO ORDINARIO CICLO A)

Hoy vivimos en una cultura muy individualista y, en cierto sentido, también muy relativista, es decir, una cultura que se preocupa del ego y que no siempre tiene puntos firmes para saber qué es lo verdadero o lo bueno, a veces tampoco para poder saber lo que es hermoso o bello. Estos dos rasgos hacen muy difícil que, por lo individualista, podamos decirle a alguien lo que, por lo relativista, es bueno o malo. Pero además vivimos en una cultura muy crítica, siempre dispuesta a señalar con el dedo el mal que se ve en los demás.

¿Qué hacemos cuando vemos a alguien hacer el mal? A veces simplemente miramos para otro lado porque pensamos que podemos meternos en problemas. Pero, ¿Qué hacemos cuando se trata de alguien con quien nos sentimos muy unidos, como un familiar, un cónyuge, un amigo? Nos duele, cuando vemos a alguien que amamos tomar decisiones que, desde nuestro modo de entender, no llevan a la felicidad. A veces, no entendemos lo mismo, porque los seres humanos tenemos condicionamientos de tipo psicológico, educativo o circunstancias fisiológicas que nos constriñen. Sin embargo, el que haya condicionamientos en ciertos comportamientos no excluye que haya consecuencias que generan infelicidad. A la hora de guiarnos hacia el bien, además de nuestra razón y nuestra conciencia, como creyentes y como cristianos, tenemos la revelación de Dios, que se hace presente en nuestras vidas. La palabra de Dios, se convierte en luz que ilumina el camino de los seres humanos, como un criterio de actuación, que nos muestra el sendero hacia la felicidad para la que hemos sido creados. La palabra de Dios también nos señala un compromiso, el compromiso de ser solidarios con el bien del otro que es la razón para aproximarnos a él y ayudarle en su caminar.

Hoy el evangelio nos habla de tres pasos para ayudar a alguien a retomar el camino del bien, primero a solas, luego con algunos más, finalmente con la comunidad. No se trata de hacerlo público para lavarnos las manos, sino de incluir a toda la comunidad, a todos los que somos hermanos, en el apoyo a quien nos necesita. Tampoco se trata de señalarlo como culpable, se trata de hacernos responsables de nuestro hermano. Este puede ser el sentido de la frase de Ezequiel: A ti, hijo de hombre, te he constituido centinela para la casa de Israel. Cuando escuches una palabra de mi boca, tú se la comunicarás de mi parte. Ser centinela es estar en guardia contra los enemigos que pueden atacar la ciudad, es la imagen de quien sabe que también en sus manos está el guardar el bien de cada uno de sus hermanos. El amor que se hace centinela será siempre la certeza de que estamos obrando con la recta intención de ayudar a quien lo necesita y respetarlo en sus decisiones, si es que él quiere asumir así las consecuencias de sus actos. Al fin y al cabo, como nos dice San Pablo, el amor tiene que ser la guía de nuestras palabras, de nuestras obras, del modo en que nos dirigimos y nos comprometemos con el otro. Ciertamente puede sonar a ideal inalcanzable, en un mundo que es muchas veces lo contrario de ese amor. Pero a nosotros nos toca vivir de cara a los demás, con amor que ofrece respeto y con un respeto que nace del amor: es saber que todo lo que yo te deba es por el amor que me tienes y que todo lo que tú me debas nace del amor que hay en mi corazón. Aunque suene idealista, esta es la actitud que cambia vidas, que ayuda a encontrar el camino en nuestras relaciones personales, familiares o sociales, es la fortaleza que nos hace mejores que todos los egoísmos que pueden intentar envenenar nuestro corazón.

La segunda parte de este evangelio nos deja ver la importancia de nuestra relacion con Dios y con los demás: todo lo que atemos en la tierra se ata en el cielo, es decir Jesús nos enseña que no estamos reducidos a una dimensión que se esfuma cuando termina nuestra aventura en la tierra. Nuestros vínculos suben al cielo, nuestros deseos tienen sabor de eternidad. No amamos nada más por un tiempo y para un tiempo, amamos para siempre. Además Jesús nos dice que cuando nos unimos en la oración, no quedamos sin respuesta, pues si nos reunimos en su nombre, él está en medio de nosotros, como el resucitado que ha vencido a la muerte, como el redentor que ha vencido al pecado, como el hermano que nos da la vida eterna con su entrega.

Jesús es el gran ejemplo de que ante el que se equivoca no se debe seguir el señalar con dedo de culpabilidad ni el ser indiferentes ante sus errores. Él no señala con el dedo, sino que abre sus brazos con su vida, con su muerte y con su resurrección, para mostrar que el camino, ante el hermano que quizá se equivoca a la hora de tomar sus decisiones, es amar como él nos ha amado. Para eso Él se entrega en cada Eucaristía, como el buen pastor que nos invita a retomar la senda de la felicidad que nace de ser la familia de un Dios Padre que cuida de todos.

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