
La vida no es cuestión de mala o de buena suerte, o por lo menos no en el sentido de alguien jugando a los dados con nosotros. Lo es en el sentido de que en este mundo limitado es posible encontrar gente limitada con la que tenemos que tratar y con la que no siempre es fácil llevarse. Cuando esta gente entra en nuestra vida, a veces podemos evitarla, pero otras veces, estas personas nos son dadas como responsabilidad. La buena suerte viene en la medida en que trabajamos con responsabilidad las relaciones y las circunstancias, en la medida en que luchamos por influir bien en las personas y en las situaciones.
Ahora bien, de pronto viene la adversidad, lo que es arduo, lo que es costoso. Esto viene a veces por cómo hemos ido sembrando nuestra relación con la vida y otras por la misma realidad restringida del mundo que nos rodea. Cuando viene lo difícil en la vida, cada uno de nosotros recibe una llamada. La llamada a hacer la propia suerte. Como dijo Thomas Jefferson, uno de los primeros presidentes de los Estados Unidos de América: yo creo mucho en la suerte, y encuentro que cuanto más duro trabajo, más suerte tengo.
Tener buena suerte es tener un corazón recio, un espíritu sólido que transforma las ocasiones en oportunidades. Tener mala suerte es permitir que la adversidad sea más fuerte que nuestra paciencia o que nuestra sabiduría. La clave está en permanecer atentos, para percibir, en medio de la oscuridad, lo que es claro y bueno, en lo que nos acontece, como una llamada a un corazón más puro, más generoso, más educado a amar de verdad. Al fin y al cabo, vuelve a tener razón Cervantes cuando decía: Los males que no tienen fuerza para acabar la vida, no han de tenerla para acabar la paciencia.
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