HOMILÍA IV DOMINGO DE CUARESMA CICLO C
La liturgia de hoy se centra en la palabra
"reconciliación". En un mundo como en el que vivimos, con guerras, enojos,
señalamientos a otros, sentidos de injusticia, divisiones en las familias —a
veces por dinero, a veces por poder—, es importante pensar en la necesidad de
la reconciliación. Además ninguno puede decir: "Yo no tengo ningún
enemigo, ni nadie que me moleste o que apartaría de mí". Muchas apartamos
a los demás porque no nos parecen bien, como al ver a un pobre andrajoso
decimos: "mejor que esté lejitos de mí". O porque los consideramos malos,
egoístas, o prepotentes, o sentimos que alguien nos ha generado un daño
emocional, porque nos defraudó, o descubrimos su mala intención. Parecería que
las divisiones son más frecuentes que las situaciones de armonía.
¿Cómo podemos llevar a cabo la reconciliación? El Evangelio
nos presenta dos caminos de reconciliación: uno, el del "hijo
pródigo" o "hijo menor"; y el otro, el camino que se le propone
al hijo mayor, "el hijo fiel". El Evangelio se centra mucho más en la
figura del hijo pródigo —que le pide al padre su herencia, se va, gasta todo
con personas de mal vivir, echando a perder lo que su padre le había dado—.
Este hijo se descubre vacío y comienza un camino de reconciliación cuando, en su situación de cuidador de puercos, reflexionó y se
dijo: "Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra
el cielo y contra ti, y ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno
de tus trabajadores". Este joven se da cuenta de que el mal no ha sido
gastarse el dinero con gente mala. El mal está en el daño que le ha hecho a su
padre. Eso es lo que descubre. Por eso no dice: "Voy a trabajar para
devolverte cada moneda que me has dado", sino: "Quiero volver a estar
contigo, aunque sea como un trabajador”. Lo que se produce no es una
restitución de un dinero, sino una reconciliación entre dos personas.
Otra cosa sucede con el hijo mayor, que dice: "Hace
tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya". Esto
habla de un hijo que está cuidando la herencia de su padre pero no ha sido
capaz de descubrir que su padre es su padre, no solo el señor de unos
trabajadores que lo obedecen y que
cumplen.
Ninguno de los dos hijos ha descubierto la esencia de la
reconciliación que no es solo dejar de portarse mal, ni tener una vida
perfecta. La reconciliación es la capacidad de descubrir que hay una persona
que es importante para nosotros, o, todavía más, alguien para quien nosotros
somos importantes. Por eso el padre dice al hijo mayor: "Hijo, tú siempre
estás conmigo y todo lo mío es tuyo", algo que el hijo fiel, no había
descubierto. Y, sobre el hijo menor, dice: "Este hijo estaba perdido y lo
hemos encontrado". Al padre no le importan las cosas, sino las personas,
ya sea la del hijo perdido o la del hijo fiel. Cuando esto sucede, descubrimos
nuestra dignidad, representada en las sandalias, el anillo, el vestido y la
fiesta. En Cuaresma, deberíamos intentar reconciliarnos con el otro, con ese
otro que es Dios, y ser congruentes para trabajar
no por cosas sino por un corazón, por una persona.
Cristo al hacerse uno como nosotros, frágil para encontrarnos
y levantarnos es quien nos ha reconciliado. Por eso Dios nos propone ser un
corazón semejante al de Jesús. Un corazón que no dice que no exista el mal,
como el padre del Evangelio no dice: "Mis dos hijos son hijos
buenos". Sino lo que dice es: "Sigan el ejemplo de mi corazón". Ser
reconciliados es tener la certeza de que el amor es más grande que el miedo,
las dificultades y las heridas del pasado. Aunque la reconciliación no siempre
logre restaurar todo el bien en este mundo, en nuestro corazón ya estamos
reconciliados cuando lo que manda no es el odio, el enojo, la avaricia, sino el
amor a Dios y al prójimo.
San Pablo resume este modo de ser al decir que el que vive
según Cristo es una criatura nueva. Esto no significa que se nos quiten las
arrugas. Se refiere a la manera de ser de quien ha descubierto que lo
importante es el corazón de la persona y trabaja de acuerdo con esa realidad. No
significa volvernos personas perfectas. Significa hacer el esfuerzo cada día
para que nuestro corazón busque reconciliarse con Dios, con uno mismo y con el
prójimo. Es decir, descubrir que, en el estilo de vida según Jesucristo, está
por lo menos, el camino hacia la solución de muchos de los problemas que
podemos llegar a vivir.
Podríamos preguntarnos: ¿dónde soy una criatura vieja que
sigue viviendo del odio, del enojo, de la división, de la indiferencia, del
señalamiento del otro? ¿dónde Dios, me invita a ser una criatura nueva que
busca la solidaridad, la compasión, la caridad, en definitiva, la armonía y la
paz con todos? Aunque no siempre se logre, lo importante es tener un corazón
que haga presente esto en el mundo en que vivimos. Entonces se lleva a cabo la
fiesta de la misericordia, que no es solamente la fiesta del "te
perdono", sino la del "te amo mucho más allá del mal que puede
existir entre nosotros".
Ojalá que sepamos que existe siempre ese Padre bueno, aunque
a veces te sientas como el hijo fiel, tratado injustamente o como el hijo
perdido, apartado y sin ningún mérito. Pero sea como sea, siempre hay un amor:
el amor de Dios. Hagamos la prueba de lo bueno que es Dios con nosotros, para
que también los demás puedan hacer la prueba de lo bueno que puede ser un
corazón de bondad y de amor verdadero en nuestro mundo. Que así sea.