Sab 18, 6-9: Con una misma
acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti
Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y
22: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Heb 11, 1-2. 8-19: Esperaba
la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios
Lc 12, 32-48: Estad en vela y preparados, porque a la hora que menos pensáis viene el Hijo del hombre
Hoy comenzamos escuchando a Jesús que habla de no tener miedo
y tener fe en que lo que pongamos en la mano de Dios va a estar bien. Jesús nos lleva a
preguntarnos: “¿Donde está tu tesoro, allí está tu corazón?” Nuestra vida vale
según dónde esté nuestro corazón: si está en cosas que se acaban, vale poco, se
agota enseguida. Es
semejante a los fuegos artificiales: los vemos salir, explotar y apagarse. Ante
eso reaccionamos con un grito de excitación; cuando explotan: un grito de
emoción; y cuando caen: un grito de desencanto. Así es la vida de muchos seres
humanos: al final acaba siendo un grito de desencanto.
Jesucristo nos invita a pensar en dónde tenemos nuestro
tesoro y la actitud ante él: “estén preparados, estén listos con la túnica
puesta y las lámparas encendidas”. Lo contrario de estar listo con la túnica
puesta y la lámpara encendida, es estar en la cama, en pijama. Hoy
podríamos pensar en personas que cuidan una casa: si les avisan que habrá
visitas, estarán en la puerta listos para recibir. Esa es la imagen de la túnica puesta
y de las lámparas encendidas: tenemos que estar preparados.
Jesús menciona las horas en las
que puede llegar el señor de la casa: madrugada, medianoche… Y la gran
felicidad está en reconocerlo cuando llegue. Hay muchas formas en las que Dios llega a nuestra vida. La definitiva
es el encuentro con Él en la vida eterna. Pero hay otros muchos momentos en los
cuales Jesucristo llega a nuestra vida: a través de un hermano que nos necesita:
si estamos listos, seremos felices. A través de unas palabras de bien que
podemos dar, si estamos con las lámparas encendidas, seremos felices.
Jesús luego pone la parábola del ladrón que viene a hacernos daño,
y tenemos que vigilar. El ladrón viene a robarnos la paz, la esperanza, la
felicidad. Ese ladrón puede ser una enfermedad, una situación económica
desesperada, una seguridad que teníamos en alguna cosa material, o en nuestra
inteligencia. El ladrón definitivo viene a decir: “tu tiempo se ha acabado”.
Ese es el último de los ladrones. Tenemos que estar listos para que cuando
llegue no nos haga un boquete en la casa y nos robe la paz y la felicidad. Jesús
sabe que nuestra vida no siempre será feliz ¿Qué vamos a hacer ante la dificultad?
Finalmente, el evangelio termina con la parábola del siervo dispuesto
ante una pregunta de san Pedro: “todo esto que nos has dicho del tesoro, del
ladrón, de la túnica ¿Nos lo estás diciendo a nosotros que somos tus amigos?” Jesús
responde indirectamente, diciéndole qué es ser su amigo: hacer la voluntad del
Padre.
La voluntad del Padre es el amor a Dios y el amor al prójimo.
Eso significa estar preparados: tener un corazón que busca cómo amar. El
servidor sabe lo que tiene que hacer, no por miedo, sino porque su corazón está
en sintonía con el corazón de Dios Padre: un corazón que es amor, redención,
perdón, certeza y por lo tanto es esperanza; en un corazón que es cercanía en
la dificultad, respeto de nuestra persona y de nuestra libertad. La clave es poner
nuestro corazón en armonía con el corazón de Dios. ¿Dónde está nuestro corazón?
¿Dónde está nuestro tesoro?
Lo que nos une a un amigo es el amor que le tenemos. Ese amor
se basa en la fe, la seguridad que el amigo me da. Yo no puedo amar a un amigo
al que no le tengo fe. La fe en Dios no es decir “creo, aunque no vea”, sino saber
que Dios me sostiene en todas las dificultades, como a Abraham, en la carta a
los hebreos. O como el pueblo hebreo, que
reconoce la firmeza de las promesas en las que había creído. Aunque tenía miedo
de los enemigos, la fe en Dios era más fuerte que los enemigos. ¿Cuáles son nuestros
enemigos? La pereza, la ira, la soberbia, los malos deseos. ¿Estos enemigos son
más fuertes que nuestra fe en Dios?
Antes de la comunión rezamos: “Señor Jesucristo, que dijiste
a tus apóstoles: La paz les dejo, mi paz les doy. No mires nuestros pecados,
sino la fe de tu Iglesia”. Porque no son nuestras fragilidades las que nos
definen, sino la fe con la cual nos unimos a Jesucristo. Esa fe nos hace más
fuerte que los pecados, y te llevará a buscar la reconciliación, el
arrepentimiento, la relación con Dios. Y esto llena de paz.
No sabemos qué circunstancias
viviremos, pero sabemos que la paz interior nace de una fe que se transforma en
amor y hace de la relación con Dios un tesoro. Un tesoro que, como hemos escuchado en el evangelio,
se convierte en responsabilidad con los demás. Como ese siervo que tiene que
dar a la gente lo que necesita. La relación con Dios no nos aleja de los demás,
sino que nos compromete con los otros, para construir una sociedad de paz,
justicia, solidaridad y respeto. Todo lo que vamos construyendo en nuestra vida, nuestra
forma de ser, nuestros valores, acaba repercutiendo en los demás. Una sociedad
en la cual cada uno está haciendo no sólo lo que le conviene, sino lo que a
todos conviene desde el corazón de Dios nuestro Señor. Como decía el
Vaticano II: El principio supremo de la vida social, de la vida familiar y
de la vida política es el respeto y el amor al prójimo. Porque el hombre, única
criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma, no puede encontrar su
propia plenitud sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás. (GS 24)
Aprendamos a tener una profunda relación con Dios, pero
hagamos de esta relación un compromiso con nuestros hermanos, para construir el
Reino que Jesucristo ha venido a traer, y que es el inicio de la vida eterna. Si
la vida eterna es la felicidad sin fin, aquí tenemos que buscar la felicidad
que, junto con nuestros hermanos, vaya abriendo nuestro corazón para un día,
junto con ellos, estar en el encuentro definitivo con Dios nuestro Señor. Que
así sea.
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