TORD XXIX 20230.10.22 (DOMINGO DE LAS MISIONES, EL DOMUND)
Este domingo nos regala la invitación de la Iglesia a
reflexionar sobre el sentido misionero del ser cristiano y apoyar a quienes
anuncian la buena noticia en las periferias geográficas o sociales. Toda la vida
de Jesús tuvo un sentido misionero. Al principio del evangelio, San Mateo nos
presenta a los sabios de oriente, los Reyes Magos, como los que reconocen al
Mesías en Belén. A lo largo de su vida, Jesús anuncia su evangelio, tanto al
pueblo de Israel, los cercanos, como a los paganos, el centurión, la
sirofenicia. Finalmente, Jesús al salir de este mundo nos dice: Vayan y
proclamen el evangelio a toda la creación.
Los cristianos debemos asumir la
conciencia de sabernos enviados para anunciar la esperanza que el Señor nos
propone, y así ser consuelo en un mundo lleno de sin sentido y amarguras,
ofrecer la alegría y la fortaleza que nacen de la fe en Jesucristo, a quien
debemos tener grabado en nuestro corazon, como recuerda el Papa Francisco: La
primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué
amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de
hacerlo conocer? No hay nada mejor para transmitir a los demás. Evangelizar es,
además de transmitir una doctrina, saber descubrir los bienes que Dios ha
sembrado en nuestro mundo. Así lo vivió Isaias al hablar de Ciro el grande, rey
de Persia y su interés por reconstruir el templo de Jerusalén. Aunque era un rey
pagano, el profeta reconoce en él la mano providente del Señor: Te llamé por tu
nombre y te di un título de honor, aunque tú no me conocieras. ... Te hago
poderoso, aunque tú no me conoces, para que todos sepan, de oriente a occidente,
que no hay otro Dios fuera de mí. Es un ejemplo de cómo Dios anuncia su mensaje
por medio de quienes están fuera de los márgenes oficiales, una invitación a
saber ver la obra de Dios, que actúa con nosotros, sin nosotros y muchas veces a
pesar de nosotros.
Para ser testigos de la esperanza y de la felicidad que trae
el evangelio, el único modo de convencer y transmitir la certeza de que merece
la pena seguir a Jesucristo es tener como referencia su comportamiento. Por eso
es muy valioso el pasaje del evangelio en que le preguntan a Jesús sobre la
moneda con la que había que pagar el tributo. Roma, dueña de Judea, obligaba a
pagar los impuestos con la moneda oficial que tenía grabada la efigie del
emperador, un signo de que el pueblo de Israel estaba sometido, sin libertad.
Jesús responde con la famosa frase de dar a Dios lo que es Dios y al César lo
que es del César.
Esta afirmación de Jesús podría plantearnos dos preguntas. La
primera es sobre la moneda con que pagamos en la vida: A Dios lo que es de Dios,
dice Jesús ¿qué es de Dios en nosotros? ¿No lo hemos recibido todo de Él? La
vida, la familia, los dones personales, todo lo hemos recibido. Entonces, ¿con
qué moneda pagamos? ¿Cuál es la moneda que nos hace libres? ¿Cuál es la moneda
que nos hace esclavos? Según pagamos, o sea, según empleamos nuestros dones en
la vida, nos hacemos más libres para ser felices o más esclavos de lo que nos
hace infelices. La moneda que no tiene el rostro de Dios es la del egoísmo,
enojo, pereza. Pero si pagamos con generosidad, fortaleza, justicia, caridad,
estaremos pagando con la moneda del rostro de Dios, pagando, como nos ha dicho
San Pablo, con las obras que manifiestan la fe de ustedes, los trabajos
fatigosos que ha emprendido su amor y la perseverancia que les da su esperanza
en Jesucristo, nuestro Señor.
La segunda es sobre la imagen de Dios en nosotros:
¿cuál imagen tenemos grabada en nosotros? ¿Me reconozco como imagen de Dios?,
¿Reconozco a cada ser humano como imagen de Dios y les respeto su dignidad? Como
decía Benedicto XVI: todo hombre, lleva en sí mismo otra imagen, la de Dios y,
por tanto, a él, y sólo a él, cada uno debe su existencia, con la certeza de que
Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para reflejar su gloria. Cada día
podremos poner en la moneda de nuestra vida y relaciones, en el modo de ser
padres o esposos o hijos o amigos, el rostro del César, que nos hace esclavos y
por tanto infelices, o renovar la imagen que nos hace felices, el rostro de
Dios, en nuestro modo de ver, juzgar y actuar ante las personas y las
circunstancias.
Ser rostro de Dios nos compromete a trabajar por un mundo mejor,
una sociedad, una familia, unas relaciones laborales, que nos hagan mejores
seres humanos, con la certeza de que quien toca los corazones para abrirlos a la
salvación es el mismo Cristo. Todos somos misioneros, donde nos encontremos,
pues ser misionero es también acercarse a los corazones remotos, a las
sociedades remotas o a los ambientes remotos que pueden estar incluso en la
habitación de al lado. Pongamos en la Eucaristía de hoy la imagen de Jesús en la
moneda de nuestra vida para ser su rostro en cada día de nuestra vida.
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