viernes, 15 de junio de 2012

UN CORAZON PARA EL MUNDO

El mes de junio nos invita a ir al centro de la experiencia cristiana por las fiestas que solemos celebrar en estos días: la santísima trinidad, el cuerpo y la sangre de Cristo, el sagrado corazón de Jesús. Estas fiestas están ligadas a los diversos rostros que el amor de Dios asume de cara a nosotros: el amor de Dios en su revelación, el amor de Dios en su presencia, el amor de Dios en su rostro humano. Este amor no es un sentimiento débil o romántico. Es un amor recio, auténtico, despojado de todas las vestiduras de misticismo con que a veces los seres humanos arropamos el amor. Ropajes que acaban ofreciéndonos un amor intenso y al mismo tiempo inútil, desarmado, desmadejado. No es así el amor de Dios. El amor de Dios, amor divino, eucarístico y humano es un amor que viene para tejerse con nuestra vida, con nuestra experiencia personal, con nuestra experiencia espiritual, con nuestra experiencia afectiva. Y por eso el amor de Dios nos redime, porque nos abre los ojos a un amor verdadero en la Santísima Trinidad, nos fortalece ante el verdadero rostro del amor en la eucaristía, y nos empapa de amor humano lleno de perfección en la devoción al sagrado corazón de Jesús. De esta manera, lo expresaba Benedicto XVI en el mes de junio del 2006: Esta devoción hunde sus raíces en el misterio de la Encarnación; precisamente a través del Corazón de Jesús se manifestó de modo sublime el amor de Dios a la humanidad. Por eso, el culto auténtico al Sagrado Corazón conserva toda su validez y atrae especialmente a las almas sedientas de la misericordia de Dios, que encuentran en él la fuente inagotable de la que pueden sacar el agua de la vida, capaz de regar los desiertos del alma y hacer florecer la esperanza. Es la esperanza de que existe un amor que nos redime, lo que llena de sentido la existencia. La redención a la que nos lleva el amor es una necesidad imperiosa porque a pesar de todos los avances, no hemos dejado de tener miedo y muchas veces con razón. Esto implica que en nosotros surja la conciencia de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos (cfr. Apocalipsis 1,18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (cfr. Apocalipsis 22,15), sea la individual como la colectiva. Y ese Alguien es Amor (cfr. 1 Juan 4,8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. (Juan Pablo II)



Describir el amor como camino de la redención implica el poder aplicar a la propia vida una realidad que todos necesitamos y que por su importancia no podemos dejar fuera de nuestra vida. Cuando hablamos de la redención de la existencia y del amor como el camino para realizarlo puede sernos útil el preguntarnos que es lo que tenemos que redimir.
  1. Redimir mis pecados: todos tenemos en nuestra historia fragilidades, caídas, defectos, pecados que pueden doler en la conciencia. Redimir los pecados es ponerlos en las manos de la misericordia de Dios que no solo los perdona, sino que los hace parte de su camino de amor hacia nuestra alma. Redimir los pecados es la posibilidad de descubrir la humildad como un camino nuevo hacia Dios. Es permitir al amor que sea más fuerte que nuestras debilidades. 
  2. Redimir los pecados del mundo. La historia de la humanidad está llena de situaciones que son pecados individuales, pero también de situaciones que atan al ser humano al mal y que parecen condenar a los seres humanos a repetir los mismos errores o a sufrir de modo indefinido el dominio del mal. Redimir los pecados del mundo es introducir en la historia el bien, el bien que nace del buen testimonio ante el mal que nos rodea, el bien que nace de las buenas obras en situaciones que se presentan malas, el bien que nace de reformar los males que está en nuestras manos cambiar. Este cambio nace en primer lugar de un amor invencible en nuestro corazón, el amor de Dios que se busca transmitir a todas las dimensiones de la vida. Pero este bien también nace de la acción sobrenatural de Dios sobre el mundo y sobre las personas, más allá de las acciones meramente humanas. Es la acción que proviene de los sacramentos y de la oración. 
  3. Redimir la historia: en la vida podemos encontrar frutos del pasado que vuelven. Pueden ser rencores o consecuencias de un tiempo que ya pasó pero que sigue ejerciendo su influjo en el presente. Redimir la historia es purificar el propio corazón de los malos sentimientos y afectos, es purificar nuestros criterios de todo lo que les aparte de la verdad según Dios, es sanar nuestra voluntad de todo lo que la pueda apartar de la opción repetida por el camino del bien. 
  4. Redimir el futuro: cuando miramos hacia delante podemos ver líneas que parecen necesarias en los actos humanos, líneas de las que parece que no podemos escapar. Sin embargo Dios puede cambiar la historia, Dios puede en su providencia transformar los males en bienes. Redimir el futuro es sembrar esperanza contra toda esperanza, fe contra toda evidencia, amor contra todo egoísmo.
Este camino de amor a veces puede asustar por las exigencias morales que presenta. El camino del amor redentor es ciertamente exigente. Pero el camino del amor redentor no supera las posibilidades del hombre. Si el hombre lo acepta con fe, también encuentra la gracia, que Dios no permite que falte, la fuerza necesaria para llevar adelante esas exigencias. Aceptar el camino del amor redentor es afirmar la propia humanidad completa, con toda la belleza querida por Dios, reconociendo en ella, sin embargo, a la luz del poder de Dios mismo, también sus debilidades. ¿Qué otra cosa es la Redención de Cristo sino esto? Dios quiere la salvación del hombre, quiere el cumplimiento de la humanidad según la medida por él mismo pensada. Para recorrer este camino es muy importante dejarse conducir: «No detrás de sí mismo con la Cruz del Salvador, sino detrás del Salvador con la propia cruz.» (Norwid)

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