viernes, 23 de diciembre de 2011

EL ROSTRO DE UN CORAZON JOVEN

En el reciente discurso del papa a la curia romana, desde la experiencia del encuentro de juventud de Madrid, el papa Benedicto XVI trazó en cinco puntos los rasgos de lo que él define como una medicina contra el cansancio de creer, de la que brota un modo rejuvenecido, de ser cristiano. Para él Obispo de Roma, hay que partir de la necesidad de volver a hacer una experiencia de la universalidad de la Iglesia. Esta experiencia es fundamental en un mundo aislado, cerrado sobre sí mismo, porque permite descubrir que estamos enlazados en el marco vivo de la fe, la liturgia, la oración, la orientación de la mirada hacia una misma persona, la persona de Cristo, Redentor de la Humanidad, que renueva la certeza de que a pesar de todas las dificultades es hermoso pertenecer a la Iglesia universal. Esta experiencia abre la puerta a un segundo rasgo: la apertura a los demás del propio tiempo y de la propia vida, descubriendo que eso es lo que hace feliz. Porque de ese modo el tiempo que se entrega tienen un sentido. Es el tiempo que se da, el tiempo que sea gana, no el que se guarda para uno mismo. Muchas veces la vida de los cristianos se caracteriza por mirar sobre todo a sí mismos; buscar hacer el  bien para uno mismo. Tentación que nos convierte interiormente en algo vacío. Querer hacer el bien, aun el bien costoso, simplemente porque hacer el bien es algo hermoso, es hermoso ser para los demás. Sólo se necesita atreverse a dar un salto,  el salto del amor que libera de la búsqueda del propio «yo». Una apertura de este tipo hace la vida trascendente y abierta a la presencia de Dios. Así llegamos al tercer rasgo. La apertura a los demás se hace apertura a una presencia que se vive de modo particular en la eucaristía, donde la persona de Cristo resucitado es algo nuevo.  El reconocimiento de la presencia de Jesús lleva a la certeza de que Dios no es una hipótesis cualquiera. Él está ahí, presente, y yo me inclino ante él. La razón, la  voluntad y el corazón se abren hacia él y a partir de él. En la experiencia que se puede hacer a partir de la Eucaristía, se tiene la certeza de que hay Alguien que está presente que me ama sin medida. Un amor de este estilo lleva a una cuarta certeza, la certeza de que no siempre amamos de ese modo. Esto conduce a reconocer que  tenemos necesidad de perdón y que ser perdonado significa ser responsable. La necesidad de perdón nace al constatar en uno no solo la tendencia al amor y a la respuesta generosa, sino también la tendencia al egoísmo, al encerrarse en sí mismo, más aún, al mal. Todos necesitamos purificarnos y esto despierta en nosotros la fuerza del amor renovado que llena de una alegría que viene de saber que, en mi vida, se proyecta la certeza de ser amado. Esta certeza provoca saber que tengo una misión en la historia propia y en la de los que me rodean. Solo podemos aceptarnos a nosotros mismos si somos aceptados por otro. Tenemos necesidad de alguien que nos diga y no sólo de palabra: «Es bueno que tú existas». Sólo a partir de un «tú», el «yo» puede encontrarse a sí mismo. Sólo si es aceptado, el «yo» puede aceptarse a sí mismo. Quien no es amado no puede amarse a sí mismo. Pero toda aceptación humana es frágil y lo que necesitamos es una acogida incondicional que solo puede hacer Dios. Cuando el ser humano no tiene esta certeza de ser amado, la pregunta sobre si es verdaderamente bueno existir como persona humana, no encuentra respuesta. La duda acerca de la existencia humana se hace cada vez más insuperable. Cuando llega a ser dominante la duda sobre Dios, surge inevitablemente la duda sobre el mismo ser hombres. Por eso hoy el mundo tiene la tentación de la tristeza. Hoy hay que volver a decir: «Es bueno que yo exista como persona humana, incluso en tiempos difíciles. La fe alegra desde dentro y esto renueva poderosamente al corazón mas agrietado por tristeza, transformándolo a su vez en una fuente de gozo para los que lo rodean

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