lunes, 15 de noviembre de 2010

¿VIVA LA REVOLUCION?

Si nos preguntaran qué festejamos esta semana, posiblemente diríamos que es por la revolución. Pero si nos preguntaran en que consistió la revolución, muchos de nosotros nos quedaríamos mudos. Se supone que la revolución tenía que traer democracia, justicia social, crecimiento económico. Leyendo a algunos periodistas, me encuentro con que parecería que nada de esto sucedió. Les cito a mi amigo Sergio Sarmiento en un artículo de hace unos años: ¿Queremos hablar de justicia social? No había estadísticas de distribución de la riqueza en 1910. Pero en 1996, según el Inegi, el 10% más rico de la población mexicana recibía 37.9% del ingreso y el 10% más pobre el 1.7%. Es difícil pensar que la situación era mucho peor hace 90 años. ¿Democracia? Sin duda el régimen porfirista era autoritario. Pero ¿acaso la Revolución nos llevó a un gobierno más democrático? En realidad hubo que esperar siete décadas después del final de la contienda para que México pudiera tener elecciones razonablemente limpias y justas. Quizá la Revolución Mexicana era inevitable. (…) El que la Revolución haya sido inevitable, sin embargo, no debería obligarnos a presentarla como un éxito. En realidad fue un fracaso monumental que nos tomó medio siglo, quizá más, remontar. Hay en esto una lección para todos (…) los aspirantes a revolucionarios (…) con la idea de que quieren beneficiar a los más pobres sin darse cuenta de que con frecuencia las revoluciones, lejos de mejorar las cosas las empeoran.

Cuando uno ve el desarrollo de la revolución mexicana se da cuenta de que junto a sus grandes ideales, hubo grandes sombras. Los ideales nacían  de la visión de un país postrado en algunas de sus partes en la pobreza, la ignorancia y la injusticia. Pero para luchar contra ellas muchos de los caudillos de esos años se olvidaron del porqué luchaban y se centraron nada más en la lucha para conseguir el poder. Esta perspectiva que nos podría parecer un poco pesimista, pero refleja lo que pasa en muchas de nuestras familias, es decir, nos damos cuenta de la necesidad que tenemos de cambiar ciertas cosas en nuestro hogar o en nuestro entorno, quizá hasta lo empezamos, pero de pronto se nos olvida el objetivo que pretendíamos conseguir.

Cuantas veces queremos hacer mejores a nuestros hijos, les llamamos la atención, y, de pronto, nos encontramos más preocupados porque nos obedezcan a nosotros que por que ellos sean mejores. Cuantas veces queremos solucionar un problema en la vida conyugal y hacemos una serie de propuestas de cambio, y nos vemos luchando más por imponernos al otro que por mejorar la vida de pareja. De este modo, todos acabamos cayendo en el pecado en que cayeron los revolucionarios: buscarse a sí mismos por encima de sus ideales, imponerse ellos en vez de consolidar sus ideales.

Hay que hacer la revolución. Pero la revolución de verdad, la que pasa por el corazón de cada uno de nosotros para ser verdaderamente solidarios, para no perder nunca la rectitud de nuestras intenciones, para no cubrir la verdad con el interés. Hay que hacer la revolución, que consiste en que el bien siempre esté por encima del egoísmo. De otro modo aunque gritemos ¡Viva la Revolución!, la revolución es solo una palabra muerta.

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