lunes, 9 de agosto de 2010

UNA HISTORIA DE MIEDO

Para mi amigo Perfecto cuando se hace de noche...

Cuando uno tiene miedo no puede dormir. El sueño es un enemigo en fuga, perseguido sin que lo podamos encontrar. Son muchos nuestros miedos. El calentamiento global, el deshacerse de la familia, la confusión de la iglesia, la crisis económica, la salud amenazada, la guerra del terrorismo, o del narcotráfico, o de la vecina de enfrente. El miedo a no estar cuando seas necesario según tu planteamiento mental. Muchas cosas nos dan miedo. Aunque lo neguemos y nos hagamos los fuertes cuando nos lo preguntan. El miedo paraliza.

Nos sentimos como un pequeño rebaño rodeado de lobos, sin más defensa que unos balidos, que solo consiguen atraer más lobos. El miedo es como el humo. Desaparece cuando lo atraviesas y te ahoga cuando dejas que te rodee. Me acuerdo cuando de pequeños nos juntábamos los amigos a jugar. Por una acacia nos subíamos a las paredes del corral de un matadero que había en el pueblito de nuestras vacaciones. Y desde esa altura, imponente para nuestra edad, había que tirarse para seguir el juego. Yo me quedaba atorado en lo alto del muro, rara vez era el primero que saltaba, mientras mi amigo Tito y mi primo Quique solían ser los que nos animaban a los demás. Luego en un impulso, mezcla de confianza y vergüenza, aterrizaba en el piso. Tito y Quique me hacían ver que no había problema, y que el miedo nunca era más grande que el salto.

A lo largo de la historia, mucha gente nos ha dicho no tengas miedo, nos lo decía nuestra mamá o nuestro papá agarrándonos fuerte de la mano como si su apretón fuera suficiente para disipar la amenaza. Nos lo decía nuestro consejero, mentor o director espiritual, antes de tomar decisiones importantes en la vida. Y llegará un momento en que nos lo digan nuestros hijos o quienes han caminado de nuestra mano, cuando demos pasos en el atardecer. Hay que vigilar que nadie nos quite la cercanía de la mano que nos sostiene. Ni las distracciones de los escaparates que nos saludan, ni la corrupción del corazón en los egoísmos que nos atrapan, ni las modas que nos inflan el ego para dejarnos llenos de aire. Pocas veces en mi vida he tenido miedo. Cuando lo he experimentado, también he experimentado una mano que, de quien sabe que esquina de la calle de la existencia sale para posarse sobre mi hombro y darme una nueva visión de la realidad.

No tengas miedo. Lo dijo un anciano polaco, que venía de una orfandad, de una guerra, de un régimen totalitario que oprimía cuerpos y mentes y que vio achicarse su mundo a una pequeña habitación en lo alto de un palacio romano. Lo dijo un rabí de Galilea, y lo repitió tanto, que sus palabras se escribieron bajo el título de buena noticia o, como dicen los griegos, evangelio. Este maestro no era loco, ni mentiroso, podía decir que no tuviéramos miedo, porque alguien tomaba decisiones para nosotros. Alguien al que él llamaba no con el sonoro nombre de Señor de los ejércitos, sino con el cercano de Papá.

El miedo está el corazón, en la soledad, en la incertidumbre. Y el corazón incierto y solo necesita volver a escuchar no tengas miedo, que el tesoro que acumulado con el bien que has hecho es mucho, que el tesoro que tienes todavía que depositar en la vida de los demás es mucho, porque es un tesoro que no es tuyo. Es un tesoro que te fue dado cuando descubriste que por muy fuerte que seas en la vida, por muy sabio que seas, por muy apreciado que seas, siempre necesitas una mano que no es del Señor de los ejércitos, sino de aquel al que todos con seguridad nos podemos atrever a llamar Padre Nuestro.

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