Como si fuera algo que nunca pasa entre nosotros, en Wal-Mart
de Estados Unidos se detectó que en las cuentas de Wal-Mart de Mexico había un
dinero que se empleó para corromper funcionarios a fin de establecer tiendas de
esta compañía. Wal-Mart tuvo un crecimiento inmenso el año pasado, convirtiéndose
en el generador de empleos más grande de México, aunque parece que los medios
no han sido los más adecuados. Me llamó la atención un artículo de Román Revueltas
a este respecto, en el que comentaba lo siguiente: El problema con México es que
no tenemos las herramientas para aplicar siquiera las infracciones más
elementales porque la corrupción se nutre, esencialmente, del ejercicio de los
actos de autoridad: te sorprendí tirando basura, te dice el inspector, pero en
vez de cobrarte esos mil dólares que debieran de ir a las arcas del erario, me
voy a embolsar 300; tú ganas y yo gano; o mejor dicho, tú dejas de perder 700 y yo, ahí
sí, hago un negocio redondo. Y, bueno, Wal-Mart no necesita repartir
gratificaciones cuando va a edificar un supermercado en un centro comercial,
digamos, en Waco, en Amarillo o en Harlingen. Pero, señoras y señores, aquí es
otra cosa. Aquí tenemos otras costumbres. Y ellos también saben adaptarse. Tan
sencillo como eso. La corrupción
como medio para lograr las cosas puede parecer un atajo, pero es la destrucción
del camino que permite transitar en la sociedad. La corrupción se nutre de la
conciencia a al que no le importa dañar a la sociedad si con ello se genera un
beneficio propio. Siempre queda la siguiente excusa: es que si yo no lo hago,
alguien más lo hará. Sorprendámonos de lo bajo que habremos caído cuando
pensemos de esta manera, asustémonos de nosotros mismos cuando este pensamiento
se haga decisión, porque en ese momento estamos sembrando en la red que nos
rodea el principio de la destrucción. Una destrucción que no respetará nada, ni
la familia, ni la religión, ni la política, ni la sociedad, ni nada, porque no
respeta en primer lugar a nuestra propia conciencia. Siempre han existido y existirán
personas corruptas, pero tenemos que luchara para no pertenecer a esa ralea.
Cuando cuestionas
la corrupción en una conversación entre amigos, siempre aparece la expresión:
es que no hay de otra, es que lo legal es imposible. Qué trágica es una
sociedad que para funcionar tiene que romper las leyes que se ha dado, pues
esto es lo que parece suceder en muchos casos. Si no hay otra alternativa, qué
problema más grande tenemos, porque quiere decir que lo que nos rigen no son
leyes sino conveniencias. La diferencia entre una ley justa y una conveniencia
radica fundamentalmente en que la ley debe buscar el bien, mientras la
conveniencia siempre estará sometida al gran riesgo del capricho. ¿Y si dudamos
de que la ley busque el bien? el problema se sigue haciendo más grande. Si la
ley no es lo que distingue el bien del mal, sino que es solamente una regulación
arbitraria que indica lo que en este momento conviene, hemos sometido la ley al
capricho de la conveniencia. Entonces nuestra sociedad va a la deriva moral.
Parece que el
malo de esta película es solo el “pérfido empresario” que corrompe. Pero ¿todo
esto no es un camino de dos vías: el que corrompe y el que se deja corromper?
¿Quién es quién? Tanto el empresario como el funcionario juegan los dos
papeles. La corrupción no tiene un solo protagonista. Porque cuando tiene un
solo protagonista se llama coacción, como cuando te secuestran y no te queda
otra solución que pagar un rescate. O cuando te asaltan y no tienes otra salida
que entregar la cartera. El caso de Wal-Mart puede ser un ejemplo para
reflexionar. Porque queremos una sociedad en la que busquemos cumplir nuestra
responsabilidad en vez de aprovecharnos de ella. Porque queremos una sociedad
en que se regule para que el afán de lucro no esté por encima del bien de una
comunidad. Porque queremos una sociedad en que un servidor público sea eso y no
un autoservidor a costa del público. Porque queremos una sociedad en que la ley
esté al servicio del bien común y no de la conveniencia particular. Antes de
señalar a los demás, veámonos al espejo y digámonos: ¡Por favor, no me corrompas!
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