lunes, 14 de noviembre de 2011

IDOLOS MODERNOS




Los medios de comunicación convierten a los futbolistas, y a otras estrellas, en alguien tan próximo y tan familiar como los objetos y casi como las personas de casa. Ellos son parte de nuestra vida y de nuestros sueños, son nosotros. La vida de cada uno ha de dar sentido a lo que le ocurre. Pero, por el contrario, el sentido de la vida de mucha gente depende de lo que le ocurre, de lo que hace su ídolo. (Manuel Mandianes)

Un particular fenómeno de nuestra época es la adoración casi sagrada de nuevos ídolos encarnados en artistas o en deportistas. La vida de estas personas es casi más importante que la nuestra. Seguimos sus amores, sus duelos, sus éxitos, son como si los viviéramos nosotros. Una prenda con su firma se convierte en el amuleto garantía de éxito. Estos personajes son imanes que atraen multitudes dondequiera que vayan. Obviamente no quiero desprestigiar ni el trabajo artístico ni el esfuerzo o la habilidad deportiva. Pero  un actor, cantante, deportista no tiene una implicación determinante para que nuestra existencia supere los problemas, disuelva las dificultades, concilie las rencillas, o simplemente nos ayude a llegar a final de mes. Realmente la cuestión no es lo banal de unos cotilleos, sino la falta de sentido que invade muchas de nuestras vidas hasta el punto de preferir vivir las vidas ajenas que la propia, hasta el punto de poner en objetos que otros han usado para su éxito, las fuerzas que a nosotros nos faltan para nuestra plenitud. Es muy grave poner en manos de otros la plenitud de la vida propia, esperar que otros me resuelvan la existencia. Es una forma de alienación bastante curiosa en una época que exalta el individualismo y la autoafirmación en la realización desde las propias fuerzas.

Durante mucho tiempo el ser humano puso su esperanza en las fuerzas de la naturaleza a las que divinizó en panteones sobrepoblados de las religiones. En la fusión de la razón y de la revelación, el ser humano supo que había un Dios y que desde la revelación cristiana, ese Dios venía a liberarlo de las esclavitudes que el miedo le había hecho adquirir. Hace unos cuatrocientos años, el ser humano pensó que ya no necesitaba de una relación trascendente y rompió los vínculos con quien le hacía libre, dándole un puesto particular en esta compleja selva que es el cosmos. Al hacerse autónomo, se hizo pequeño, y volvió a necesitar de alguien grande al que referirse. Como no estaba dispuesto a que ese grande fuera su creador y su redentor, decidió hacerlo a su medida. El horizonte se volvió a llenar de ídolos un poco más triviales que los iniciales,  porque los que vivían en los diferentes Olimpos daban de comer, o eso se creía. Los ídolos de hoy no dan nada. O quizá sí. Dan el sueño de una plenitud que se tiene al alcance de la mano y que no sabe cómo alcanzar. Dan la ilusión de una trascendencia que ya cada uno tiene en su interior y que busca frenéticamente en su exterior. Dan el espejismo de ser grande por haber tocado a alguien que uno mismo hizo grande, olvidando la grandeza que habita en el propio interior. Los ídolos de hoy día son personas que han puesto en su vida lo que muchos de nosotros no nos atrevemos a poner: esfuerzo, dedicación, sacrificio, inteligencia, sentido de proyecto, superación de las cualidades que se tienen o descubren. Lo único que ellos tienen es exposición pública, admiración masiva, conocimiento casi universal. Pero eso no les hace mejores, solo los hace conocidos. Mejores podemos ser nosotros, aunque no seamos conocidos, porque no se es mejor por ser un ídolo al que todos aplauden. Se es mejor por ser hombres y mujeres que descubren en otros lo bueno que uno mismo puede conseguir trabajando. 

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