lunes, 31 de octubre de 2011

DIOS NUNCA MUERE

La semana pasada reflexionabamos sobre una primera parte de la celebración de los difuntos en la que considerábamos una perspectiva bíblica y una visión indígena. En los países latinoamericanos, junto a esta ultima, aparece la tradición europea del día de difuntos, con las misas por los muertos, un cierto acento lúgubre en la liturgia, el color morado en los ornamentos de los sacerdotes. En el siglo VI los benedictinos oraban por los difuntos al día siguiente de Pentecostés. Después, sabemos que en tiempos de san Isidoro (636) en España, había una celebración de oración por los difuntos el sábado anterior al sexagésimo día antes del Domingo de Pascua o antes de Pentecostés. Ya a finales del siglo X, en Alemania, había una ceremonia consagrada a la oración de los difuntos el día 1 de noviembre, siendo esta una fecha aceptada y bendecida por la de Iglesia. Fue San Odilón, en el 980 abad del Monasterio de Cluny, en Francia, quien hizo que la fiesta de Todos los Santos se complementase con el 2 de noviembre para orar por las almas de los fieles que habían fallecido. Esta práctica se extendió a otros conventos benedictinos y cartujos; hasta consolidarse en el siglo XII la Conmemoración de los fieles difuntos, en todo esto incide la tremenda experiencia de muerte por peste y guerra en una Europa, necesitada de canalizar el sentimiento de miedo con la esperanza de la oración. Esta tradición se liga al concepto del purgatorio, es decir a la purificación espiritual que experimenta quien muere sin pecados mortales para gozar de la visión perpetua y feliz de Dios. Si la celebración de los santos recuerda a los que disfrutan de la plena experiencia de Dios en la vida eterna, la celebración de los difuntos busca ser un acto de misericordia, para quienes experimentan el purgatorio.


El día de muertos es por tanto no solo un recuerdo, sino especialmente un día de piedad, en el sentido más propio de esta palabra, entendida como el impulso al reconocimiento y cumplimiento de todos los deberes para con la divinidad, los padres, la patria, los parientes, los amigos, etc. El afecto para con los difuntos, liga las diversas tradiciones. De este modo, la fiesta se llena de oración y la oración se llena de fiesta. El recuerdo de la muerte nos pone delante de los ojos no solo una realidad que tenemos que enfrentar, sino, de modo especial, un reto para el tiempo que tenemos que vivir y un llamado a descubrir que esta vida tiene un sentido que se prolonga hacia la eternidad. Como dice de una manera preciosa el vals oaxaqueño de Macedonio Alcalá: sé que la vida empieza en donde se piensa que la realidad termina sé que Dios nunca muere y que se conmueve del que busca su beatitud. Sé que una nueva luz habrá de alcanzar nuestra soledad y que todo aquel que llega a morir empieza a vivir una eternidad.


(nunca has escuchado esta canción? en este vínculo lo puedes hacer http://www.youtube.com/watch?v=0wZPVeov6OE )

No hay comentarios: