martes, 19 de abril de 2011

SIETE DIAS SANTOS


Ayer, domingo de ramos, comenzó la semana santa. Es el tiempo más sagrado para los cristianos al recordar, día a día, los eventos que tuvo que vivir Jesús de Nazaret antes de su muerte. Ayer, domingo de ramos, vivíamos el gesto de Jesús que entra en Jerusalén como mesías triunfador. Sin embargo, después de la procesión, durante la misa, el evangelio nos presentaba la pasión de Jesús según alguno de los tres evangelistas sinópticos, Mateo, Marcos, Lucas. Así quedaba claro que los días siguientes solo tenían sentido dentro del misterio de la cruz de Jesús. Los tres primeros días de la semana santa están dedicados a reflexionar sobre la traición de judas y la cobardía de los apóstoles. Es la parte humana de la semana santa, en la que queda claro que ninguno de nosotros es un héroe en la semana santa. Nosotros, nos llamemos Judas o Pedro, solo aportamos nuestra fragilidad, nuestra cobardía, nuestro pequeño corazón.

Luego, los días que componen el triduo sacro (jueves, viernes y sábado santos) forman el gran retablo de la semana santa. El jueves santo nos presenta a Jesús abriendo su corazón de par en par para enseñarnos que el camino que da sentido a la vida del ser humano atraviesa por el amor más generoso, el amor que, como dice san Juan, llega hasta el final. El viernes santo, nos muestra la pasión de Jesús, el misterio de un Dios hecho hombre por nosotros que se somete al dolor, a la humillación. La celebración del viacrucis en este día es una expresión del interés por acompañar a Jesús, camino de sus momentos finales. La severidad con la que se vive la tarde del viernes santo nos hace entender que en una tarde como esa, hace dos mil años, se jugó el destino espiritual de la humanidad. Posiblemente, sin Cristo en la cruz, muriendo en un rincón perdido del imperio romano, a causa de una serie de enjuagues políticos y religiosos, la historia no habría cambiado su curso, los grandes imperios habrían seguido su curso de un modo o de otro. Pero el espíritu humano se habría visto atrapado en la ley del odio, de la venganza, de la dureza del corazón. El espíritu humano nunca habría conocido el significado del perdón, de la reconciliación, de la ofrenda más sublime por la razón más sublime, la razón del amor. Ese misterio es tan grande que de modo simbólico, se produjo un gran Sabbat, el mayor de los silencios del mundo. El Sabbat que paralizó el espíritu del mundo. El Sábado Santo. De este modo concluye la semana santa. Dejando al mundo en pausa.

La semana santa termina en pausa para que cada ser humano se pregunte, si es que quiere detenerse un momento en su vértigo, qué ha significado que un hombre llamado Jesús de Nazaret haya muerto bajo el sol de esta tierra. Preguntarse si la presencia de este hombre nacido en Belen, crecido en Galilea, muerto en Jerusalén una víspera de la Pascua de los judíos, ha hecho que su existencia sea mejor, que tenga más sentido, que tenga más esperanza. La semana santa nos invita a abrir al misterio de la presencia de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios vivo, no solo siete días del año. Nos invita a abrir toda nuestra vida a la posibilidad de romper los egoísmos humanos con la única fuerza capaz de quebrantarlos, la fuerza del amor que da la vida por aquellos que ama.

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