martes, 1 de febrero de 2011

¿VELAS, TAMALES O NIÑOS?

Este domingo fui a la catedral de México. En la procesión, vi algo que no es usual en catedral, gente con velas (bueno eso sería algo normal en una iglesia), gente con imágenes del Niño Dios, (lo entendí enseguida, estamos en vísperas de la Candelaria, fiesta que en México se liga a la veneración del niño Jesús) y gente con niños, más de los acostumbrados. Esos niños iban a la catedral a que los bendijeran. Y me dije que esos niños eran la síntesis de toda la fiesta que se compone de velas, tamales e imágenes del Niño Dios.
Las velas de la Candelaria tienen su origen en una frase que nos recuerda San Lucas, cuando dice que Jesús es la luz para iluminar a las naciones. Esa luz, nosotros, siempre necesitados de signos palpables, la hemos concentrado en la vela. La vela que simboliza al ser humano que precisa de la luz de Dios. En Jesús se concentra la humanidad (la cera y la mecha) y la divinidad (la llama). Las figuras que representan al niño Dios provienen originalmente de los nacimientos (belenes) que en México se mantienen hasta el dos de febrero, día en que se “levanta” al niño, es decir se quita el nacimiento. La costumbre mexicana conlleva el “vestir” al Niño de modo especial, recordando algún elemento de la persona de Jesús. El día dos la gente lleva estas imágenes a bendecir a la Iglesia, y luego se ponen en algún lugar importante de la casa. Los tamales son ese rico ingrediente de la cocina americana que envuelven en una hoja de maíz o de plátano una masa cocida de maíz con algo que le da sabor y en las culturas prehispánicas tenían un profundo significado ritual.

Pero no hemos hablado de los otros niños, los de verdad. Esos niños que, en cierto sentido, son la luz del mundo, porque son la esperanza de que este mundo no se quede como lo dejamos, de que hay posibilidad de que alguien lo arregle, precisamente ellos. Esos niños iluminan el camino oscuro del futuro de los seres humanos, porque nos dan un sentido para vivir, para luchar, para crecer, para ser mejores, para no caer en la rutina. Los niños comprometen la existencia de los adultos y les hacen vencerse y no darse por vencidos.

Si las imágenes nos recuerdan que Dios se hizo niño, los niños nos recuerdan que Dios nos hizo a su imagen. Niños que tenemos que cuidar, respetar y defender. Cuidarlos de una cultura que los manipula y los usa para intereses de todo tipo. Hemos pasado de una cultura en que el niño no contaba, a una cultura en que los niños son cuidados para emplearlos como cebo de la economía. Tenemos que respetarlos, en su desarrollo, en su progreso emocional, en su particular visión de la vida, en la educación que les tenemos que dar.
Respetarlos es darles lo que necesitan para el día en que se asomen a la adolescencia y empiecen otra etapa nueva. Respetarlos es abrirlos a dimensiones fundamentales del ser humano: la inteligencia, la voluntad, el afecto, la familia, la amistad, Dios. Tenemos que defenderlos de quienes intenten hacerles que dejen de ser niños, de quienes busquen que sean máquinas de comprar, objetos de trueque entre matrimonios mal avenidos, cosas que se usan para satisfacer las necesidades maliciosas de los adultos esas que encierran los pecado capitales (lujuria, avaricia, gula, pereza, soberbia, vanidad y envidia). Tenemos que defender a los niños de quienes intentan separarlos de su familia, de quienes quieren llenar sus corazones de cosas, en vez de amor. Tenemos que defenderlos de quienes intentan apagar la luz de sus corazones, luz que los hace presencia de Dios entre nosotros, porque nos hacen esperar que en ellos Dios sigue amando este mundo.

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