martes, 21 de diciembre de 2010

UNA NAVIDAD DE ROSTRO CLARO

Se acerca la navidad, veo un nacimiento. Las casas con luz, los ríos con agua, los pastores con rebaños, la señora que fríe la comida al lado de su fogata de papel celofán rojo, todo está listo. En el fondo se yergue amenazador el castillo de Herodes con sus soldados de guardia con lanza de alambre y pintura plateada. Muchas luces brotan de acá para allá, compitiendo en concierto luminoso para encender ahora una ventana, luego una palmera, después una hoguera de pastor. Y a la izquierda está el motivo de todo esto. Una cabaña hecha de corcho, cartón-piedra y unas maderas representa la cueva de Belén. Varias figuras se amontonan en ese espacio, un buey echado comiendo un poco de hierba que le sale por la boca, un burro-mula (no siempre está claro de que se trata) con la albarda todavía puesta, como si alguna prisa hubiera impedido que el pobre animal estuviera más cómodo. Sobre el dintel, un ángel sostiene una leyenda escrita con la palabra gloria. De un lado, un pastor dobla un poco la cabeza, otro se arrodilla y presenta una canasta. Unos apresurados reyes magos se han bajado de sus monturas, que esperan pacientemente cuidadas por sus pajes un poco más atrás. Melchor esta el primero, de rodillas, con su oro, Gaspar, el segundo, inclinado con su incienso, Baltasar, en tercer lugar, aun erguido con un cofre en el que suponemos trae la mirra. Todos, con algunas ovejas aquí y allá, convergen hacia otro triángulo de figuras. A la derecha, María, de rodillas, mirando fijamente la figura central. A la izquierda, José, que sostiene en una mano un cayado y en la otra un farol, iluminando la figura central. Y la figura central… la figura central no está. Sólo hay un poco de paja colocado desordenadamente sobre una cuna. ¿Y la figura central? Porque todo se orienta a ella, todo la señala. La figura central no está.

Estos nacimientos son como la cultura en la que celebramos la Navidad 2010.  Porque hemos quitado a una persona y hemos dejado unas pajas. Tenemos todo, menos la figura central. Somos una cultura llena de valores cristianos, pero nos hemos olvidado de la persona de Jesús, a la que hemos convertido, en el mejor de los casos, en un hermoso mito al que se despoja de su realidad, de su verdad, y por lo tanto de su amor. Porque los mitos no pueden amar, solo ser contados y admirados. Porque los mitos no se pueden comprometer, solo repetir, de modo ciego, sus mismas acciones. De tanto contar el nacimiento de Jesús hemos desgastado su persona, como la cara alisada de una estatua en la iglesia dedicada a la virgen en mi ciudad natal, víctima de un supuesto beneficio para las chicas casaderas. ¿Será así Jesús nacido en Belén? ¿Es un personaje sin rostro? ¿Un ilustre desconocido de tanto estar entre nosotros? Un nacimiento así, llena de decepción.

Una imagen antigua me llamó la atención y la elegí como tarjeta de Navidad. Es la primera imagen de María con Jesús niño que tenemos los cristianos. Está en las catacumbas de Priscila, en Roma. Presenta a un profeta señalando una estrella y, al lado, María carga en sus brazos a su hijo Jesús. La cara del profeta casi no se ve, la cara de María está difuminada, pero el rostro de Jesús es de una claridad que atraviesa los casi veinte siglos que nos separan. Es una antítesis de lo que nuestra sociedad nos ofrece. Yo quiero que mi Navidad sea de un rostro claro, definido, al que se puede mirar sin desgaste, como una cara que reconoces, aunque haya pasado mucho tiempo y que vuelve a producir en ti un sentimiento de cercanía, de amistad, de ganas de mirarse a los ojos. Quiero una Navidad de rostro claro. Quiero mirar unos ojos en los que está el sentido que desbarata la decepción y la indiferencia que respira nuestra cultura occidental. No quiero pasar de largo. Sobre cada cuna de Belén que vea vacía, voy a poner al niño, a ese que mi corazón siente que necesito para saberme amado en medio de tantas coreografías brillantes y huecas, el niño que nació para amarme, para ser la figura central de mi vida.

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