sábado, 5 de junio de 2010

CON EL CORAZON ABIERTO

Me encanta estar con la gente, compartir con ellos. Sin embargo, al poco tiempo, aparece un sentimiento invasor, que podríamos identificar como de hartazgo, y lo que era un alegre compartir, se transforma en un individualismo que me invita a ponerme una coraza de acero, si es posible inoxidable, y a correr para encerrarme en mi bunker. En ese momento, aparece un sentimiento de culpa, que me dice que soy un egoísta. Y puedo decidir que no me importa, o rascar para saber qué hacer con ese sentimiento. Si lo que acabo haciendo es aguantar al otro con una sonrisa de museo de cera, se me hace ofensivo. La gente busca ser apreciada, no aguantada con paciente resignación. Esto se hace verdadero, sobre todo, en las relaciones con las personas que quiero que sean mis amigas, las relaciones que buscan un poco de intimidad.

Un reto se planta delante de mí como la sombra de Peter Pan: conjugar el compromiso de mantener la relación con la frescura de la relación. Sé que es un reto en el que me juego mucho, tanto si triunfo, como si fracaso. El compromiso habla de deber, de obligación, de exigencia. la relación habla de gratuidad, de generosidad, de espontaneidad. ¿Dónde está el medio? Se me ocurre que en el constante descubrimiento del otro y en la certeza de que si no descubro la persona, el primero que se pierde soy yo.

Por mi vida pasan muchas personas. Y aunque cada persona tiene un valor propio, genuino, algunas se ligan conmigo de un modo más especial. Son aquellas con las que llegas a la convicción de que tienen un valor para tu vida, y con ellas comienzas un proyecto. Son las que la vida te pone delante de modo ineludible, y tú las asumes como tu responsabilidad. Son las que se cruzan contigo, y a las que un vínculo especial te hace acercarte en modo diferente. Lo que nos detiene junto a las personas es lo que valen para nosotros.

Pero esto es una trampa. Quedarme en lo que una persona vale para mí es arriesgarme a que la persona acabe no siéndome necesaria y, o la aguanto por obligación, como un erizo hecho una bola, o la desecho, como un pañuelo usado.

Volver a abrillantar el valor del otro es lo que necesito. No se trata de buscar gente buena, sino de buscar la bondad de la gente. Así el compromiso con los que juegan una parte importante en mi vida se hace noble, se hace grande. Así la persona queda siempre enlazada conmigo, nunca desaparece del horizonte. Esto es una decisión que en algún momento de la vida tengo que estar dispuesto a tomar, o me pierdo a mí mismo, envuelto en una capa de falso sentido del deber, con la barbilla de mi dignidad orgullosamente levantada. Pero, en realidad, eso no es sino la amargura, convertida en mi mismo código genético. La verdad, me prefiero con el corazón abierto.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Padre Cipriano; gracias de verdad gracias por su sinceridad, a veces es lo que necesitamos ver en ustedes, que nos hablen con el corazón abierto, nos platiquen que les pesa dentro de su alma, eso hace que la empatía crezca, al saber que no son perfectos y que lo reconocen. Creo que todos en algún punto de la vida nos sentimos así, sin saber reconocer a las personas por su bondad, con las que tenemos química es fácil casi espontaneo el acercamiento, pero con las que no, nos valemos de etiquetarlas para justificar nuestra frialdad, o nuestro poco involucramiento con ellas. Me encantó de verdad, me llegaron al corazón sus palabras, como hace mucho no. Le mando un saludo.
Mary Ll.

Anónimo dijo...

Gracias Padre por tomarse el tiempo de escribir, por ponerse en manos para ser instrumento del Espiritu Santo, por decirnos en claro lo que aveces no podemos oir.